Cuarta entrega del libro de Mons. Lefebvre "La Iglesia Nueva"
Monseñor Marcel Lefebvre |
CAPÍTULO III
INFORME
Sobre la manera como
procedió la "Comisión de sus tres cardenales" para llegar a la
decisión de suprimir la Fraternidad sacerdotal San Pío X y su seminario
Es conveniente recordar que antes de
esto procedimiento y desde la fundación de la Fraternidad y de su seminario, y
sobre todo su éxito entre los jóvenes y su reputación mundial, se habían
desencadenado unas campañas de prensa, que contenían odiosas calumnias como la
de "seminario salvaje" empleada por el Episcopado francés y luego por
el Episcopado suizo, cuando el obispo de Friburgo sabía perfectamente que no
había nada de eso.
Era evidente que se habían hecho
gestiones ante Roma para nuestra supresión. Ahora bien, el 9 de noviembre, una
carta de la Nunciatura de Berna nos anunciaba que una Comisión designada por el
Papa y compuesta por los tres cardenales prefectos de las Congregaciones
interesadas: Religiosos, Educación católica y Clero, nos enviaba a unos Visitadores
Apostólicos: SS. EE. Monseñores Descamps y Onclin.
El lunes 11 de noviembre a las nueve
de la mañana se presentaron los dos Visitadores. Durante tres días interrogaron a
diez profesores, a veinte alumnos de los ciento cuatro y a mí mismo. Partieron
el 13 de noviembre a las seis de la tarde sin que se firmara ningún protocolo
sobre la Visita. Nunca tuvimos el más mínimo conocimiento del Informe que
hicieron.
Persuadido
de que esta Visita era el primer paso realizado con miras a nuestra supresión,
deseada desde hacía mucho tiempo por todos los progresistas, y al comprobar que
los Visitadores venían con el deseo de alinearnos con los cambios operados en
la Iglesia desde el Concilio, decidí precisar mi pensamiento frente al
seminario.
No
podía adherir a esa Roma representada por Visitadores Apostólicos que se
permitían encontrar normal y fatal la ordenación de personas casadas, que no
admiten una Verdad inmutable, que manifiestan dudas sobre la manera
tradicional de concebir la Resurrección de Nuestro Señor.
Fue
ése el origen de mi Declaración, redactada, es cierto, bajo un sentimiento de
indignación, sin duda excesiva.
Dos
meses y medio pasaron sin ninguna noticia. El 30 de enero de 1975, fui invitado
por carta firmada por los miembros de la Comisión a presentarme en Roma a
"conversar" con ellos "sobre los puntos que dejan alguna
perplejidad".
En
respuesta a esa invitación, me apersoné el 13 de febrero de 1975 en la
Congregación para la Educación Católica. Sus Eminencias los cardenales Garrone,
Wright y Tabera, acompañados de un secretario, me invitaron a tomar asiento con
ellos alrededor de una mesa de conferencias. S. E. el cardenal Garrone me
preguntó si no tenía inconveniente en que se registrase la conversación y el secretario
instaló el grabador.
Después
de haberme comunicado la buena impresión recogida por los Visitadores
Apostólicos, ya no se habló más, ni el 13 de febrero, ni el 3 de marzo, de la
Fraternidad y del seminario. Sólo se trató de mi Declaración del 21 de
noviembre de 1974 hecha de resultas de la Visita apostólica.
Con
vehemencia, el cardenal Garrone me reprochó esta Declaración, llegando hasta a
tratarme de "loco", diciéndome que "me hacía el Atanasio",
y esto durante veinticinco minutos. El cardenal Tabera lo secundó, diciéndome
que "lo que usted hace es peor que lo que hacen todos los
progresistas", que yo "había roto la comunión con la Iglesia",
etcétera.
¿Me
encontraba ante interlocutores? ¿O más bien ante jueces? ¿Cuál era la competencia
de esta Comisión? Lo único que se me afirmaba era que estaba nombrada por el
Santo Padre y que era él quien juzgaría. Estaba claro que todo había sido
juzgado.
Inútilmente
intenté formular argumentos, explicaciones que indicaban el sentido exacto de
mi Declaración. Afirmaba que respetaba y respetaría siempre al Papa y a los
obispos, pero que lo que no me parecía evidente era que criticar ciertos textos
del Concilio y las reformas que de él resultaron equivalía a una ruptura con la
Iglesia; que me esforzaba por determinar las profundas causas de la crisis que
padece la Iglesia y que toda mi obra probaba mi deseo de construir la Iglesia y
no de destruirla. Pero no se me tomaba en consideración ningún argumento. El
cardenal Garrone me aseveraba que la causa de la crisis se hallaba en los
medios de comunicación social.
Al
final de la sesión del 13 de febrero, como al final de la del 3 de marzo, tuve
la impresión de haber sido engañado: se me invitaba para una conversación y en
realidad tenía que habérmelas con un tribunal decidido a condenarme. Nada se
hizo para ayudarme a llegar a un compromiso o a una solución amistosa. No se me
dio nada por escrito donde se precisaran las acusaciones, ninguna admonición
escrita. Nada más que el argumento de autoridad. Acompañado de amena zas y de
invectivas; fue todo lo que me presentaron durante las cinco horas de la entrevista.
Después
de la segunda sesión pedí la copia de la grabación. El cardenal Garrone me respondió que era muy
justo que yo tuviera una copia, que estaba en mi derecho y se lo comunicó a su
secretario. Esa misma tarde envié a una persona provista de los aparatos
necesarios. Pero el secretario afirmó que solo se trataba de una transcripción.
Yo mismo luí al día siguiente a pedir esa copia. El secretario que
entonces a ver al cardenal y volvió a decirme que se trataba de una
transcripción, que me era prometida para la tarde del día siguiente. Para
asegurarme de que estaba lista, telefoneé al día siguiente por la mañana. Entonces
el secretario me dijo que ni hablar de darme una transcripción, pero que podía
ir a verlo entre las cinco y las ocho de la tarde. Ante tales procedimientos,
me abstuve de hacerlo.
Así
pues, después de ese simulacro de proceso constituido por una visita
supuestamente favorable con leves reservas y por dos entrevistas en las que
no se trató más que de mi Declaración, para condenarla totalmente sin reservas,
sin matices, sin examen concreto y sin que me fuera entregado absolutamente
nada escrito, recibí una tras otra una carta de S. E. monseñor Mamie
suprimiendo la Fraternidad y el seminario, con la aprobación de la Comisión
cardenalicia, luego una carta de la Comisión confirmando la carta de monseñor
Mamie, sin que fuera formulada una acusación formal y precisa sobre las
afirmaciones de las afirmaciones dadas. Y la decisión, dijo monseñor Mamie, es
"de ejecución inmediata".
Tenía
entonces que despedir inmediatamente del seminario a ciento cuatro seminaristas,
a trece profesores y al personal, y eso dos meses antes de la finalización del
año escolar. Basta escribir estas cosas para adivinar lo que pueden pensar las
personas que todavía conservan un poco de sentido común y de honestidad.
¡Estábamos al 8 de mayo del año de la reconciliación!
¿Tuvo
el Santo Padre verdaderamente conocimiento de esas cosas? Nos cuesta creerlo.
Roma, 30 de
mayo de 1975.