viernes, 7 de marzo de 2014

LA IGLESIA NUEVA (4)

Cuarta entrega del libro de Mons. Lefebvre "La Iglesia Nueva"

Monseñor Marcel Lefebvre





CAPÍTULO III







INFORME


Sobre  la manera como procedió la "Comisión de sus tres cardenales" para llegar a la decisión de suprimir la Fraternidad sacerdotal San Pío X y su seminario


Es conveniente recordar que antes de esto procedimiento y desde la fundación de la Fraternidad y de su seminario, y sobre todo su éxito entre los jóvenes y su reputación mundial, se habían desencadenado unas campañas de prensa, que contenían odiosas calumnias como la de "seminario salvaje" empleada por el Episcopado francés y luego por el Episcopado suizo, cuando el obispo de Friburgo sabía perfectamente que no había nada de eso.
Era evidente que se habían hecho gestiones ante Roma para nuestra supresión. Ahora bien, el 9 de noviembre, una carta de la Nunciatura de Berna nos anunciaba que una Comisión designada por el Papa y compuesta por los tres cardenales prefectos de las Congregaciones interesadas: Religiosos, Educación católica y Clero, nos enviaba a unos Visitadores Apostólicos: SS. EE. Monseñores Descamps y Onclin.
El lunes 11 de noviembre a las nueve de la mañana se presentaron los dos Visitadores. Durante tres días interrogaron a diez profe­sores, a veinte alumnos de los ciento cuatro y a mí mismo. Partieron el 13 de noviembre a las seis de la tarde sin que se firmara nin­gún protocolo sobre la Visita. Nunca tuvimos el más mínimo conocimiento del Informe que hicieron.
Persuadido de que esta Visita era el pri­mer paso realizado con miras a nuestra su­presión, deseada desde hacía mucho tiempo por todos los progresistas, y al comprobar que los Visitadores venían con el deseo de alinearnos con los cambios operados en la Iglesia desde el Concilio, decidí precisar mi pensamiento frente al seminario.
No podía adherir a esa Roma representada por Visitadores Apostólicos que se permitían encontrar normal y fatal la ordenación de personas casadas, que no admiten una Ver­dad inmutable, que manifiestan dudas sobre la manera tradicional de concebir la Resu­rrección de Nuestro Señor.
Fue ése el origen de mi Declaración, re­dactada, es cierto, bajo un sentimiento de indignación, sin duda excesiva.
Dos meses y medio pasaron sin ninguna noticia. El 30 de enero de 1975, fui invitado por carta firmada por los miembros de la Comisión a presentarme en Roma a "conver­sar" con ellos "sobre los puntos que dejan alguna perplejidad".
En respuesta a esa invitación, me apersoné el 13 de febrero de 1975 en la Congregación para la Educación Católica. Sus Eminencias los cardenales Garrone, Wright y Tabera, acompañados de un secretario, me invitaron a tomar asiento con ellos alrededor de una mesa de conferencias. S. E. el cardenal Ga­rrone me preguntó si no tenía inconveniente en que se registrase la conversación y el se­cretario instaló el grabador.
Después de haberme comunicado la bue­na impresión recogida por los Visitadores Apostólicos, ya no se habló más, ni el 13 de febrero, ni el 3 de marzo, de la Fraternidad y del seminario. Sólo se trató de mi Decla­ración del 21 de noviembre de 1974 hecha de resultas de la Visita apostólica.
Con vehemencia, el cardenal Garrone me reprochó esta Declaración, llegando hasta a tratarme de "loco", diciéndome que "me ha­cía el Atanasio", y esto durante veinticinco minutos. El cardenal Tabera lo secundó, diciéndome que "lo que usted hace es peor que lo que hacen todos los progresistas", que yo "había roto la comunión con la Iglesia", etcétera.
¿Me encontraba ante interlocutores? ¿O más bien ante jueces? ¿Cuál era la compe­tencia de esta Comisión? Lo único que se me afirmaba era que estaba nombrada por el Santo Padre y que era él quien juzgaría. Es­taba claro que todo había sido juzgado.
Inútilmente intenté formular argumentos, explicaciones que indicaban el sentido exacto de mi Declaración. Afirmaba que respetaba y respetaría siempre al Papa y a los obispos, pero que lo que no me parecía evidente era que criticar ciertos textos del Concilio y las reformas que de él resultaron equivalía a una ruptura con la Iglesia; que me esforzaba por determinar las profundas causas de la crisis que padece la Iglesia y que toda mi obra probaba mi deseo de construir la Iglesia y no de destruirla. Pero no se me tomaba en consideración ningún argumento. El car­denal Garrone me aseveraba que la causa de la crisis se hallaba en los medios de co­municación social.
Al final de la sesión del 13 de febrero, como al final de la del 3 de marzo, tuve la impre­sión de haber sido engañado: se me invitaba para una conversación y en realidad tenía que habérmelas con un tribunal decidido a condenarme. Nada se hizo para ayudarme a llegar a un compromiso o a una solución amistosa. No se me dio nada por escrito donde se precisaran las acusaciones, ninguna admonición escrita. Nada más que el argu­mento de autoridad. Acompañado de amena zas y de invectivas; fue todo lo que me pre­sentaron durante las cinco horas de la entre­vista.
Después de la segunda sesión pedí la copia de la grabación. El  cardenal Garrone me respondió que era muy justo que yo tuviera una copia, que estaba en mi derecho y se lo comunicó a su secretario. Esa misma tar­de envié a una persona provista de los apa­ratos necesarios. Pero el secretario afirmó que solo se trataba de una transcripción. Yo mismo luí al día siguiente a pedir esa copia. El secretario que entonces a ver al cardenal y volvió a decirme que se trataba de una transcripción, que me era prometida para la tarde del día siguiente. Para asegurarme de que estaba lista, telefoneé al día siguiente por la mañana. Entonces el secretario me dijo que ni hablar de darme una transcrip­ción, pero que podía ir a verlo entre las cinco y las ocho de la tarde. Ante tales procedi­mientos, me abstuve de hacerlo.
Así pues, después de ese simulacro de pro­ceso constituido por una visita supuestamen­te favorable con leves reservas y por dos en­trevistas en las que no se trató más que de mi Declaración, para condenarla totalmente sin reservas, sin matices, sin examen concre­to y sin que me fuera entregado absoluta­mente nada escrito, recibí una tras otra una carta de S. E. monseñor Mamie suprimiendo la Fraternidad y el seminario, con la apro­bación de la Comisión cardenalicia, luego una carta de la Comisión confirmando la car­ta de monseñor Mamie, sin que fuera formu­lada una acusación formal y precisa sobre las afirmaciones de las afirmaciones dadas. Y la decisión, dijo monseñor Mamie, es "de ejecución inmediata".
Tenía entonces que despedir inmediatamen­te del seminario a ciento cuatro seminaris­tas, a trece profesores y al personal, y eso dos meses antes de la finalización del año escolar. Basta escribir estas cosas para adivinar lo que pueden pensar las personas que todavía conservan un poco de sentido común y de honestidad. ¡Estábamos al 8 de mayo del año de la reconciliación!
¿Tuvo el Santo Padre verdaderamente co­nocimiento de esas cosas? Nos cuesta creerlo.

Roma, 30 de mayo de 1975.