martes, 18 de marzo de 2014

LA IGLESIA NUEVA (14)

Otra entrega del libro de Mons. Lefebvre.

Monseñor Marcel Lefebvre





CAPÍTULO VI





¿DÓNDE ESTÁ EL CISMA?




           "¿Monseñor, no está usted al borde del cisma?" ¡Ésa es la pregunta que se hacen muchos católicos cuando leen las últimas sanciones tomadas por Roma contra nosotros! Los católicos, en su gran mayoría, definen o imaginan el cisma como la ruptura con el Papa. No llevan más lejos su investigación. Usted va a romper con el Papa o el Papa va a romper con usted, entonces usted va al cisma.

¿Por qué romper con el Papa es hacer cisma? Porque ahí donde está el Papa está la Iglesia católica. Es pues en realidad alejarse de la Iglesia católica. Ahora bien, la Iglesia católica es una realidad mística que existe no solamente en el espacio, en la superficie de la tierra, sino también en el tiempo y en la eternidad. Para que el Papa represente a la Iglesia y sea su imagen, no solamente debe estar unido a ella en el espacio sino también en el tiempo, por ser la Iglesia esencialmente una tradición viviente.

En la medida en que el Papa se alejara de esta tradición, se volvería cismático, rompe­ría con la Iglesia. Los teólogos como San Belarmino, Cayetano, el cardenal Journet y muchos otros, han estudiado esta eventuali­dad.   No es pues una cosa inconcebible.

Pero en lo que nos concierne, el Concilio Vaticano II y sus reformas, sus orientaciones oficiales, nos preocupan más que la actitud personal del Papá, más difícil de descubrir.

Este concilio representa, tanto a los ojos de las autoridades romanas como a los nues­tros, una nueva Iglesia a la que por otra par­te llaman "la Iglesia conciliar".

Creemos poder afirmar, ateniéndonos a la crítica interna y externa del Vaticano II, es decir, analizando los textos y estudiando los pormenores de este Concilio, que éste, al dar la espalda a la tradición y al romper con la Iglesia del pasado, es un Concilio cismático. Se juzga el árbol por sus frutos. En adelante, toda la gran prensa mundial, americana y europea, reconoce que este Concilio está arruinando a la Iglesia católica a tal punto que hasta los incrédulos y los gobiernos laicos se inquietan.

Un pacto de no agresión ha sido concertado entre la Iglesia y la masonería. A esto se lo ha cubierto con el nombre de "aggiornamento", de "apertura al mundo", de "ecumenismo".

En adelante, la Iglesia acepta no ser ya la única religión verdadera, único camino de salvación eterna. Reconoce a las demás re­ligiones como a religiones hermanas. Reco­noce como un derecho acordado por la natu­raleza de la persona humana, que ésta sea libre de elegir su religión y que en consecuencia un Estado católico ya no es admi­sible.

Admitido este nuevo principio, es toda la doctrina de la Iglesia la que debe cambiar, su culto, su sacerdocio, sus instituciones. Por­que hasta ahora todo en la Iglesia manifes­taba que ella era la única en poseer la Verdad, el Camino y la Vida en Nuestro Señor Jesu­cristo, al que tenía en persona en la santa Eucaristía, presente gracias a la continuación de su sacrificio. Es pues un trastrocamiento total de la tradición y de la enseñanza de la Iglesia el que se ha operado desde el Con­cilio y por el Concilio.

Todos los que cooperan en la aplicación de este trastrocamiento, aceptan y adhieren a esta nueva "Iglesia conciliar" — como la de­signa Su Excelencia monseñor Benelli en la carta que me dirige en nombre del Santo Padre, el 25 de junio último —, entran en el cisma.

La adopción de las tesis liberales por un concilio no puede haber tenido lugar sino en un concilio pastoral no infalible, y no puedo explicarse sin una secreta y minuciosa pre­paración, que los historiadores acabarán por descubrir ante la gran estupefacción de los católicos que confunden la Iglesia católica y romana eterna con la Roma humana y sus­ceptible de ser invadida por enemigos cu­biertos de púrpura.

¿Cómo podríamos nosotros, por una obe­diencia servil y ciega, hacerle el juego a esos cismáticos que nos piden que colaboremos en su empresa de destrucción de la Iglesia?

La autoridad delegada por Nuestro Señor al Papa, a los obispos y al sacerdocio en gene­ral está al servicio de la fe en su divinidad y de la trasmisión de su propia vida divina. Todas las instituciones divinas o eclesiásti­cas están destinadas a este fin. Todo el de­recho, todas las leyes, no tienen otro obje­tivo. Servirse del derecho, de las institucio­nes, de la autoridad para aniquilar la fe ca­tólica y no comunicar más la vida es practicar el aborto o la contracepción espiritual. ¿Quién se atreverá a decir que un católico digno de ese nombre puede cooperar en ese crimen peor que el aborto corporal?

Es por ello que estamos sumisos y prontos a aceptar todo lo que es conforme con nues­tra fe católica, tal como fue enseñada du­rante dos mil años, pero rechazamos todo lo que le es opuesto.

Se nos objeta: es usted quien juzga sobre la fe católica. ¿Pero acaso no es el deber más grave de todo católico juzgar la fe que le es enseñada hoy por la que fue enseñada y creída durante veinte siglos y que está ins­crita en catecismos oficiales como el de Trento, de san Pío y en todos los catecismos de antes del Vaticano II. ¿Cómo han actuado todos los verdaderos fieles frente a las here­jías? Prefirieron derramar su sangre antes que traicionar su fe.

Que la herejía nos venga de cualquier por­tavoz que sea, tan elevado en dignidad como pueda serlo, el problema es el mismo para la salvación de nuestras almas. A propósito de esto existe en muchos fieles católicos una grave ignorancia sobre la naturaleza y la extensión de la infalibilidad del Papa. Muchos piensan que toda palabra salida de la boca del Papa es infalible.

Por otra parte, que la fe enseñada por la Iglesia durante veinte siglos no puede con­tener errores, nos parece mucho más cierto que el hecho de que haya una absoluta cer­teza de que el Papa sea verdaderamente Papa. La herejía, el cisma, la excomunión ipso facto, la invalidez de la elección, son otras tantas causas que, eventualmente, pueden hacer que un papa no lo haya sido nunca o ya no lo sea. En este caso, evidentemente muy excep­cional, la Iglesia se encontraría en una situa­ción semejante a la que conoce después del deceso de un Soberano Pontífice.

Porque, en fin, un grave problema se plan­tea a la conciencia de todos los católicos des­de el comienzo del pontificado de Paulo VI. ¿Cómo un Papa verdadero sucesor de Pedro, asegurado con la asistencia del Espíritu San­to, puede presidir la destrucción de la Igle­sia, la más profunda y la más extensa de su historia en tan poco espacio de tiempo, cosa que ningún heresiarca logró nunca hacer?

Un día habrá que responder a esta pregun­ta. Pero dejando este problema a los teólogos y a los historiadores, la realidad nos obliga a responder prácticamente según el consejo de san Vicente de Lérins: "¿Qué hará enton­ces el cristiano católico si alguna parcela de la Iglesia llegase a desprenderse de la comu­nión de la fe universal? ¿Qué otro partido tomar sino preferir al miembro gangrenado y corrupto el cuerpo en su conjunto que es­tá sano? Y si un nuevo contagio se esfuerza por envenenar no ya una pequeña parte de la Iglesia sino la Iglesia toda entera a la vez, entonces también su gran preocupación será la de apegarse a la antigüedad que evidente­mente ya no puede ser seducida por ninguna novedad mentirosa".

Estamos pues bien decididos a continuar nuestra obra de restauración del sacerdocio católico, pase lo que pase, persuadidos de que no podemos prestar un servicio mejor a la Iglesia, al Papa, a los obispos y a los fieles. ¡Que se nos deje hacer la experiencia de la tradición!


  

Ecône, 2 de agosto de 1976.