sábado, 22 de marzo de 2014

LA IGLESIA NUEVA (16)

Ofrecemos aquí el Capítulo VIII de la 2ª Parte 
de "La Iglesia Nueva" de Monseñor Lefebvre


Monseñor Marcel Lefebvre


CAPÍTULO VIII





CONFERENCIA A LOS SEMINARISTAS DE ECÔNE *
18 de setiembre de 1976






Mis queridos amigos: Espero no distraerlos demasiado en su retiro, en esta primera instrucción, esta primera conferencia, habiéndoles de cosas que pienso es útil que las sepan y conozcan, con referencia a todo lo que ha pasado desde hace dos meses, desde hace dos meses y medio, desde la ordenación del 29 de junio.

Ustedes ya se han enterado de que llegaron otras cartas de Roma después de esa ordenación pidiendo que yo haga una retractación, lamentando haber hecho esa ordenación. En la carta por la cual contestaba a ese pedido de la congregación de los obispos, contesté con una carta al Santo Padre, diciéndole que pensaba que no podía colaborar con la obra que se realizaba actualmente en la Iglesia, esa obra de destrucción, y le suplicaba, en nombre de los católicos que tienen los mismos sentimientos que nosotros tenemos, que nos devolviera el derecho público de la Iglesia y por ese derecho público de la Igle­sia, el reinado social de Nuestro Señor Jesu­cristo, que nos devolviera la Biblia de siem­pre y especialmente en la traducción de la Vulgata que fue siempre honrada en la Igle­sia, que nos devolviera el culto que la Igle­sia latina tuvo durante siglos y que tiene un carácter dogmático y jerárquico del que ne­cesitamos y que corre el riesgo de verse em­pañado por la nueva liturgia, y en fin que nos devolviera también el catecismo de siempre conforme con el del concilio de Trento. És­tos son los cuatro puntos sobre los que yo insistía ante el Santo Padre para que com­prenda nuestra actitud; y en ese sentido po­dríamos reconstruir a la Iglesia; esto es lo que hacemos en Ecône. Esperemos que com­prenderá. Evidentemente esta carta también fue, una vez más, mal recibida y yo aparecía como queriendo darle directivas. Así pues, la respuesta fue la suspensión a divinis firma­da por el secretario de la Congregación de los obispos, no por el Cardenal, ni por el propio Santo Padre.

Después, personalmente, creía que el asun­to estaba archivado y que así nos quedaría­mos meses y meses. Y a fe mía, le dije lo que tenía que decirle al Santo Padre y no creía poder decir otra cosa. A mí me parecía que iba a ser la última carta, no me imaginaba que hubiera podido tener otras cosas que de­cirle. ¿Qué quieren que le diga? Conservad la doctrina; por ese mismo hecho, conservad el culto, conservad los libros que nos dan esta doctrina. No sé qué otra cosa puedo decir, no lo veo, ante la destrucción de la doctrina, y la destrucción de la fe dentro de la Iglesia. Ahora bien, algún tiempo después, recibía otra carta del Santo Padre pidiéndo­me que reconsiderara mi actitud, que cam­biara, en fin, que no mantuviera esa oposi­ción al concilio, ese concilio que fue admi­tido por todos los obispos, ese concilio que fue admitido por él mismo. Esta carta no la he contestado. Además, mientras tanto, la prensa, la radio, la televisión llamaron la aten­ción sobre la famosa misa de Lila. Ya todos los diarios, la televisión, la radio nos telefo­neaban a todo lo largo del día. Dios lo sabe, yo no sé cómo la buena madre Agnès [que en Ecône se ocupa del teléfono] no se ha muerto todavía por los centenares y centena­res de llamadas telefónicas que recibía todos los días: "Y entonces, ¿monseñor Lefebvre va a Lila, qué va a hacer allá, va a hablar, sabe usted ya lo que va a decir, y esto y lo otro?" Finalmente: "¿Puede recibirnos?" Así pues fueron los periodistas los que mon­taron ese asunto. De Lila me escribían cada ocho días que cambiaban de sala, porque los ecos habían sido tantos; la primera sala era de ciento cincuenta personas, la segunda de trescientas, la tercera de mil, y después para terminar tomaron la más grande que podía contener diez mil personas. Personalmente, en un momento dado, hice contestar: "Y bien, no iré a Lila. Es muy simple. Son los perio­distas los que han lanzado esa historia, este desafío, 'Monseñor Lefebvre desafió al Vati­cano'.  No iré".


¿Solo contra todos?

Entonces los periodistas ya no sabían qué hacer. ¿Monseñor Lefebvre va a ir o no a Lila? Después yo dije: "Tal vez se efectuará la reunión". Entre tanto, igual escribía a Lila diciendo: "Quédense tranquilos, estén en guardia. En cuanto a mí, prefiero tratar de alejar la mayor cantidad posible de gente de esa reunión". Saclier de la Batie, presidente de las "asociaciones san Pío V" de Francia, vino a verme para preguntarme lo que había que hacer, si había que mandar gente o no. Yo le dije: "No, no, no mande a nadie. Te­lefonee a todos lados para decir que no va­yan. No trato de hacer de esa misa una ma­nifestación. Al contrario. Fui invitado por el grupo de Lila como he sido invitado a otras partes. Si hay trescientas personas hay tres­cientas personas. Pero no más, eso basta".

Después hice correr el rumor de que yo se­ría quizá reemplazado por un joven sacerdote que tomaría mi lugar. Entonces la radio y la televisión estaban con los nervios de punta por saber lo que iba a pasar, lo que yo iba a hacer. Ya habían lanzado ellos mismos, sin ningún fundamento, que iba a ir a Diñan, en Bretaña, cuando yo nunca había tenido la in­tención de hacerlo. Ni siquiera sabía que iba a haber ahí una reunión. Lo supe muy tarde. Era algo absolutamente montado en todos sus detalles. Pienso que la prensa, como siem­pre, busca lo sensacional y lo extraordinario; quiso pues montar en todos sus detalles ese desafío. Y por otra parte, también creo que detrás de todo esto había probablemente per­sonas que buscaban provocar a la Santa Sede para que hubiera una excomunión, puesto que en principio yo no debía decir más la misa después de mi suspensión y por lo tanto no hubiera debido decir esa misa: hicieron creer que era quizás la primera misa que yo iba a decir después de mi suspensión. Evi­dentemente, todo esto no hacía sino agravar un poco más las relaciones, las dificultades.

Pero viendo que de todas maneras no con­seguía impedir que la gente fuera, porque de Lila y de todos lados, de Bélgica, de Alema­nia, de Holanda, de Inglaterra escribían: "Ire­mos, iremos", entonces ocho días antes hice telefonear a Saclier de la Batie y luego a los amigos: "Si quieren ir, vayan porque veo que no conseguiré impedir que la gente vaya; en­tonces qué hacer, voy y basta. Y además, a fe mía, puesto que yo siempre había decidido ir a esa misa, iré de todos modos". Todo eso quizá disminuyó un poquito el número de personas, pero no mucho.

Entonces esa ceremonia de Lila fue eviden­temente muy entusiasta, y muy bella, muy bella. Los cánticos comunes fueron verda­deramente muy hermosos. Pero se quiso, por­que afirmé el casamiento, durante el concilio, de la Iglesia y de la Revolución —y dije evi­dentemente que de ese casamiento habían salido sacerdotes bastardos, una misa bas­tarda, una liturgia bastarda evidentemente, luego hablé del ecumenismo y luego del co­munismo, del acercamiento con los comunis­tas, todo eso, y el alejamiento del reinado so­cial de Nuestro Señor Jesucristo— todo esto evidentemente provocó entre la gente de prensa gran estupefacción. Y caracterizaron mi discurso, lo designaron como un discurso "político". Yo "hacía política".

Evidentemente ahora ya no se puede hablar de anticomunismo, ya no se puede hablar del reinado social de Nuestro Señor sin ser inmediatamente acusado de "hacer política". Y sobre todo había tenido la desgracia de tomar como ejemplo a la Argentina. ¡Era el colmo! Quería muy simplemente dar el ejemplo de un país que retoma los principios cristianos, que retoma los principios del reinado social de Nuestro Señor Jesucristo e inmediatamen­te vuelven el orden, la paz, un poco de jus­ticia, la gente encuentra de nuevo trabajo, se vive en seguridad. Mientras que dos me­ses antes eran los secuestros, la sangre que corría, los asesinatos, los pillajes, los desórde­nes; la anarquía que se extendía por todo el país, la economía en el grado más bajo. En fin, éste es un ejemplo típico del beneficio de los principios cristianos y del reinado social de Nuestro Señor Jesucristo. ¡Pero qué ha­bía dicho ahí! Lo mismo habría podido to­mar el ejemplo de Chile; hubiera sido todavía peor. ¡Hubiera sido perseguido inmediata­mente!

Porque con motivo de ese discurso, del que se habló en todos lados todos los días sub­siguientes, me vi perseguido por una jauría, realmente, de la prensa, de la televisión. Cuando fui a Bruselas no tenía un instante para mí. Se intentaba hacerlos salir por la puerta, volvían a entrar por la ventana. Era imposible. La gente, aniquilada por las telefo­neadas, acababa por decir: "Bueno, vamos a preguntarle a monseñor Lefebvre"; se hacía alguna concesión, y para terminar ellos lle­gaban, ahí estaban, en la puerta. Entonces qué quieren ustedes, hay que recibirlos.

Un poco cansado físicamente con toda esa lucha, bueno, preferí no ir a Holanda, a los lugares donde tenía previsto ir, Por otra parte, me habían dicho también que en Holanda, la capilla donde tenía que ir estaba diri­gida por una persona que tenía visiones, que pretendía poseer imágenes con la sangre de Nuestro Señor, etcétera. Entonces me dije: la Providencia es buena, estoy cansado, no voy. Nos dirigimos pues hacia Besançon.

Ahí, lo mismo; toda esa prensa, esa tele­visión que nos seguían por todas partes, pen­sando todavía en un discurso parecido al de Lila, esperando por otra parte un discurso como el de Lila. Pero me cuidé muy bien de darles esa satisfacción, muy al contrario, no era para nada mi intención porque ahí se trataba de hablar del sacerdocio evidentemen­te, era del todo normal. No tuve la ocasión de decir un discurso que hubiera podido dar­les la ocasión de decir una vez más que era un "discurso político". Entonces los diarios acusaban: "El tono ha bajado". Bueno, el tono ha bajado...

Y fue entonces cuando vino ese sacerdote. Me dijeron: "Hay un sacerdote que viene de Roma que quisiera verlo, tiene que decirle algo importante". Contesté que después de la misa podría recibirlo durante unos instantes. Ese sacerdote me dijo que venía de parte del arzobispo de Chieti y que el Santo Padre es­taba ciertamente dispuesto a recibirme. Yo le dije: "Usted me va a hacer realizar un viaje para nada. No tengo ningún interés en ir a Roma ahora. Primero debo ir a Fanjeaux, re­cién después debo viajar a Roma donde tengo una reunión para la Fraternidad. Verdadera­mente no puedo viajar a Roma ahora. De todos modos será lo mismo. Me van a decir: 'Va a poder ser recibido a condición de aceptar el concilio y las reformas'". —"No, no —me dijo—, hay algo que ha cambiado, se lo aseguro, ahora ya no es lo mismo que hace un mes. Hay algo que ha cambiado. Usted será recibido por el Santo Padre, se lo aseguro, el arzobispo de Chieti lo conducirá a ver al Santo Padre".

 Entonces confié en el arzo­bispo de Chieti, diciéndome: "Quizá sea un amigo personal del Santo Padre, es posible que el Santo Padre le haya pedido discreta­mente que trate de llevarme a Roma y des­pués verme. No sé, en fin". Decidí entonces que después de Fanjeaux, enseguida pasaría cuarenta y ocho horas en Roma para ver si era realizable o no lo era. Pero, en fin, iba verdaderamente convencido de que el asunto no se haría, no podría hacerse.

Y después, llegamos el jueves a Roma, y el viernes a la mañana me encontré con ese pa­dre en Roma y me dijo: "Si puede escribir una notita para pedir la audiencia, una nota al Santo Padre, yo se la llevaré, la llevaremos a Castelgandolfo". Entonces escribí unas po­cas líneas, muy breves, diciendo: "Santísimo Padre, os expreso mi profundo respeto y si eventualmente mis expresiones, en mis pa­labras o en mis escritos, han podido apena­ros, lo lamento, lo lamento vivamente, y siempre me sentiré muy feliz de poder encon­trarme con vos, de tener una audiencia con vos". Y después firmé. Él ni siquiera lo leyó. Lo puso en un sobre, se cerró el sobre, se puso la fórmula habitual para el Santo Pa­dre y partimos para Castelgandolfo. Ahí, con­trariamente a lo que dicen los diarios toda­vía Le Monde hoy, cuentan historias totalmen­te falsas, dicen que yo fui con ese padre a ver a monseñor Macchi, que estaba paseando con el Santo Padre por los jardines de Cas­telgandolfo; pero yo no vi al Santo Padre. Fue él quien fue, fue ese sacerdote Don Domenico La Bellartre el que fue a Castelgan­dolfo y me dijo que se había encontrado con monseñor Macchi. Nos habíamos sentado a una mesa en el café frente al palacio de Cas­telgandolfo para esperarlo. Nos había dicho: "Voy y tal vez pueda darle la respuesta en­seguida". Fue y volvió a decirnos: "No, no les puedo dar la respuesta enseguida; monse­ñor Macchi estaba en efecto en los jardines de Castelgandolfo acompañando al Santo Pa­dre y me dijo que telefonearía a la tarde entre las seis y las siete".

Entonces nos volvimos con él a Albano. Comimos, y luego él se fue. El señor Pedroni lo llevó de nuevo a Castelgandolfo y ahí debió encontrarse, me imagino, con monseñor Macchi y nos telefoneó a Albano diciendo: "Bueno, tiene su audiencia para mañana a las diez y media". Confieso que yo estaba un poco estupefacto: ¡porque por fin tan rápida­mente y casi sin preparación! Entonces, al día siguiente, sábado, a las diez y cuarto, lle­gamos a Castelgandolfo. Ahí, verdaderamen­te, creo que los santos ángeles habían echado a todos los empleados del Vaticano. Entré, estaban los dos guardias suizos en la entrada; después no encontré más que a monseñor XXX (no a monseñor YYY: son dos que tie­nen casi el mismo apellido). Monseñor XXX, el canadiense, me acompañó al ascensor. Sólo estaba el ascensorista, nadie más. Subí, su­bimos los tres al primer piso. Ahí, acompa­ñado por monseñor XXX, atravesé todas las salas, hay por lo merlos siete u ocho antes de llegar al despacho del Santo Padre; no había alma viviente. Habitualmente —he ido a menudo a audiencias privadas en tiempos del papa Pío XI, del papa Pío XII, del papa Juan XXIII, e incluso del papa Paulo VI— siempre hay por lo menos un guardia suizo, siempre hay por lo menos un gendarme, siem­pre hay algunas personas, un camarero se­creto, algún monseñor que está ahí aun cuando más no fuera para velar por el orden, para que no haya algún incidente. Esta vez las salas estaban vacías, nada, absolutamente nada. Entonces fui hasta el despacho del Santo Padre adonde encontré al Santo Padre con monseñor Benelli a su lado. Saludé al Santo Padre, después saludé a monseñor Be­nelli. Inmediatamente nos sentamos y la audiencia comenzó.

El Papa Paulo VI

El Santo Padre estuvo bastante incisivo al principio. Casi se puede decir un poco vio­lento de una cierta manera. Se lo sentía pro­fundamente herido y un poco irritado por el pensamiento de lo que yo hago, de lo que ha­cemos. Me dijo: "¡Usted me condena, usted me condena: yo soy modernista, yo soy pro­testante! Es inadmisible, usted está hacien­do una mala obra, no debe continuar, está provocando un escándalo en la Iglesia, etcé­tera", con bastante irritación. Yo me callé, por supuesto.

Y después fue él mismo quien me dijo: "¡Y bueno! hable, ahora, hable. ¿Qué tiene que decir?"

Yo le contesté: "Santo Padre, vengo aquí no como el jefe de los tradicionalistas. Me dijisteis que yo era el jefe de los tradicionalistas.  Niego absolutamente ser el Jefe de los tradicionalistas.  No soy más que un ca­tólico, un sacerdote, un obispo, entre millo­nes de católicos, entre millares de sacerdotes y de otros obispos, sin duda, que estamos desgarrados,  despedazados en nuestra con­ciencia, en nuestra mente, en nuestro cora­zón.  Por un lado tenemos el deseo de esta­ros enteramente sometidos, de seguiros en todo, de no hacer ninguna reserva sobre vues­tra persona, y por otro lado nos damos cuen­ta de que las orientaciones que son tomadas por la Santa Sede desde el concilio, toda esta orientación nueva, nos alejan de vuestros predecesores. ¿Entonces qué debemos hacer? Nos encontramos con que o debemos adhe­rirnos a vuestros predecesores  o  debemos adherirnos a vuestra persona y alejarnos de vuestros predecesores.   Es un desgarramien­to inverosímil, increíble para unos católicos. Y esto no soy yo quien lo ha provocado, no es un movimiento que yo he hecho, es un sen­timiento que sale del corazón de los fieles, de millones de fieles que yo no conozco.  No sé cuántos son. Los hay en el mundo entero. Los hay por todas partes.   Todo el mundo está inquieto por este desquicio que se ha producido en la Iglesia desde hace diez años, por   esas   ruinas   que   se   acumulan   en   la Iglesia.

He aquí unos ejemplos: existe una actitud básica en la gente, una actitud interior que hace que ya no cambiarán ahora. No cam­biarán más, porque han elegido, han hecho su elección por la Tradición, por los que man­tienen la Tradición. Porque, ved unos ejem­plos, como el de las religiosas que vi hace dos días, unas buenas religiosas que quieren conservar su vida religiosa, que enseñan a los niños como los padres quieren que les ense­ñen, muchos padres van a llevarles sus hijos porque en casa de esas religiosas tendrán una educación católica. Y bien, he ahí a unas re­ligiosas que conservan hábito religioso y úni­camente porque quieren conservar el catecis­mo de siempre, están excomulgadas, la superiora general destituida. Cinco veces el obis­po les fue a pedir que dejaran su hábito por­que quieren seguir con la oración de siempre y porque están reducidas al estado laical. Las gentes que ven eso ya no entienden nada. Y al lado de eso, religiosas que abandonan el hábito, que retoman todas las vanidades del mundo, que ya no tienen reglamento reli­gioso, que no rezan más, ¡éstas son aceptadas oficialmente por los episcopados y nadie les hace ningún reproche! La gente de la calle, el pobre cristiano que ve esas cosas no pue­de aceptar semejante cosa, no es posible. Luego para los sacerdotes sucede lo mismo. Buenos sacerdotes que dicen bien su misa, que rezan, que están en el confesionario, que predican la verdadera doctrina, que visitan a los enfermos, que usan la sotana, que son todavía verdaderos sacerdotes amados por su población, porque conservan la misa de siem­pre, la misa de su ordenación, porque conser­van el catecismo de siempre, son echados a la calle como miserables, casi excomulgados, ¿no es cierto? Y luego, sacerdotes que van a las fábricas, que ya no se visten como sacer­dotes, no se sabe lo que son, que predican la revolución, éstos son admitidos oficialmente, nadie les dice nada.   ¡Y yo, mi caso es lo mismo!   Trato de hacer sacerdotes, buenos sacerdotes, como se los hacía antes, vienen muchas vocaciones, esos jóvenes son admi­rados por la población que los ve, en los tre­nes, en los subterráneos, en todas partes los saludan, los admiran, los felicitan por sus modales, por su actitud; ¡y yo estoy suspen­dido a divinis!    ¡Y los obispos que ya no tienen seminaristas, que no tienen sacerdo­tes jóvenes, que ya no tienen nada y que tie­nen seminarios que ya no hacen buenos sa­cerdotes, a ésos nadie les dice nada!   Vos comprendéis:   el cristiano medio, el simple cristiano, ve claro. Ha elegido, no se moverá. Ahora es el fin.  Es imposible".

"No es verdad, usted no forma buenos sa­cerdotes —me dijo—, ¡puesto que les hace prestar un juramento contra el Papa!"

— ¡Oh! —dije yo—. ¿Cómo? ¿Un jura­mento contra el Papa? ¡Yo, un juramento con­tra el Papa! Yo, que por el contrario busco infundirles el respeto al Papa, el respeto al sucesor de Pedro. Al contrario, rezamos por vos, rezamos por el Santo Padre, y jamás po­dréis mostrarme ese juramento que hacen contra el Papa. ¿Podéis darme una copia del mismo?

Entonces ahora, oficialmente, los informan­tes del Vaticano han dicho en el diario de hoy, donde podrán leerlo, ¡que el Vaticano desmiente y dice que no es cierto, que el Santo Padre no me dijo eso! ¡El Santo Pa­dre no me dijo que yo hacía prestar un jura­mento contra el Papa a mis seminaristas y a mis jóvenes sacerdotes! ¿Pero cómo podría yo haber inventado eso? ¿Cómo podría haber inventado una cosa así? Es inimaginable, ¿no es cierto? Entonces ahora lo desmienten; el Santo Padre no dijo eso. Es inaudito. Y yo evidentemente no tengo la grabación. No he escrito toda la conversación, así que no pue­do materialmente probar lo contrario. ¡Pero, en fin, mi simple reacción! No puedo olvidar la reacción que tuve ante esa afirmación del Santo Padre. Me veo todavía haciendo ese gesto: "¡Pero en fin, Santo Padre, cómo es posible que me digáis semejante cosa! ¿Po­déis mostrarme la copia del juramento?". Y ahora dicen que no es verdad.  ¡Es inaudito!

El Santo Padre, enseguida, me dijo una vez más: "¿No es cierto que usted me condena?" Yo tenía la impresión de que todo se re­ducía siempre un poco a su persona, que es­taba herido personalmente: "Usted me con­dena, ¿entonces qué tengo que hacer? ¿Ten­go que presentar mi dimisión y luego usted toma mi lugar?" —"¡Oh!" Me agarré la ca­beza con las manos: "Santo Padre, no digáis cosas así.  No, no ¡no, no!"

Entonces dije: "Santo Padre, si me permi­tís continuar, tenéis la solución del problema en las manos. No tenéis más que decir una palabra a los obispos: reciban fraternalmen­te, reciban con comprensión, con caridad a todos esos grupos de tradicionalistas, a todos los que quieren conservar la oración de antes, los sacramentos como antes, el catecismo como antes. Recíbanlos, denles lugares de culto, arréglense con ellos para que puedan rezar y que sigan en relación con ustedes, en relación íntima con sus obispos. No te­néis más que decir una palabra a los obispos y todo vuelve al orden y no tenemos ningún problema más desde ese momento.   Las cosas volverán al orden. Y luego, en cuanto al seminario, tampoco tendré ninguna dificultad en ir a encontrar a los obispos y pedirles la implantación de mis sacerdotes en sus dióce­sis y las cosas se harán normalmente. Y yo tengo interés en entrar en relación con una comisión, que usted podría nombrar, de la congregación de los religiosos que vendría al seminario. Pero evidentemente conservare­mos y queremos continuar la experiencia de la Tradición. Que nos dejen hacer esta ex­periencia. Pero sí tengo interés en volver a la relación normal y oficial con la Santa Se­de, con las congregaciones. Al contrario, no pido más que eso".


El Santo Padre me dijo entonces: "Tengo que reflexionar, tengo que rezar, tengo que consultar a la consistorial, tengo que consultar a la curia, no puedo responderle. Ya veremos".

Después me dijo: "Vamos a rezar juntos". Yo contesté: “Con mucho gusto, Santo Pa­dre". Entonces recitamos el Pater Noster, el Veni Sancte Spiritus, el Ave Maria.  Y luego enseguida me acompañó muy amablemente, con dificultad; caminaba muy penosamente, arrastrando un poco las piernas.  En la sala de al lado, esperó a que don Domenico viniera a buscarme e hizo entregar una medallita a Don Domenico y después nos despedimos. Y monseñor Benelli no abrió la boca, no hizo más que escribir todo el tiempo, como un secretario.   No me molestó para nada.   La presencia  de  monseñor  Benelli   era  como inexistente. Pienso que eso no le molestó al Santo Padre, así como a mí no me molestó para nada. No abrió la boca, no manifestó nada.

Entonces le repetí dos veces al Santo Pa­dre que él tenía la solución del problema en sus manos. Manifestó su satisfacción por ha­ber podido tener esa conversación, ese diálo­go. Yo le dije que estaba siempre a su dis­posición. Luego, partimos.

Desde entonces en los diarios dicen cual­quier cosa, los más fantasiosos inventos, di­ciendo que yo había aceptado todo, que me había sometido totalmente. Después dijeron que era lo contrario, que no había aceptado nada, que no había cedido en nada. Ahora, prácticamente, me dicen que he mentido, que invento cosas en la conversación que tuve con el Santo Padre. Se tiene la impresión de que están tan furiosos porque haya tenido lugar esta audiencia sin que fuera prevista, sin que haya pasado por las vías normales, que intentan desacreditarla por todos los me­dios, desacreditarme también a mí. Porque evidentemente tienen miedo de que esta au­diencia me dé todavía un nuevo aumento de apoyo entre la gente que dice: "¡Ah! ahora, si monseñor ha visto al Santo Padre, enton­ces no hay problema, entonces está de nuevo con el Santo Padre. En realidad, nunca se ha estado contra el Santo Padre, siempre esta­mos deseosos de estar con el Santo Padre".

Por otra parte acabo de escribir una vez más al Santo Padre porque el cardenal Thian-doum insistió tanto para conseguir una nota de mi parte que pudiera llevar al Santo Pa­dre, que le he dicho: "Bueno, le voy a escribir con gusto una corta carta al Santo Padre (aunque estoy empezando a pensar que esto significa una correspondencia que no termi­na más), con gusto quiero agradecer al San­to Padre el haberme acordado esa audiencia". Es lo que hice, agradecí al Santo Padre. Y el Santo Padre había dicho en el curso de la conversación: "¡Y bueno! al menos tene­mos un punto en común: ambos deseamos detener todos esos abusos que existen actual­mente en la Iglesia y por fin devolver a la Iglesia su verdadero rostro, etcétera". Yo res­pondí que sí, completamente. Entonces puse en mi carta que estaba muy dispuesto a cola­borar con él; que, en el curso de la audiencia, él había dicho que por lo menos teníamos un punto en común, era el de devolver a la Iglesia su verdadero rostro y suprimir todos los abusos en la Iglesia: que para esto esta­ba pronto a colaborar e incluso bajo su auto­ridad. Pienso que no dije nada que pueda comprometerme demasiado, porque es eso lo que hacemos nosotros, devolver a la Iglesia su verdadero rostro. Esto no cambiará nada, fíjense, no cambiará nada. Lo que es impor­tante, pienso yo, es de todos modos la opi­nión mundial que se manifestó después de todos estos acontecimientos y que hizo que la Santa Sede no haya podido seguir insen­sible a toda esa agitación. Se dieron cuenta de que después de todo había mucha gente que estaba verdaderamente harta con los cambios, mucha más gente de lo que pensa­ban probablemente. Esto ha revelado lo que muchos corazones pensaban por lo bajo, pero que no se atrevían a decir en voz alta. Aho­ra se atreven a decirlo más porque saben que ya no están solos.

Por otra parte, ciertamente, creo que la intervención del gobierno francés tampoco ha sido desdeñable. En esta intervención del gobierno francés, evidentemente yo no tengo nada que ver. Yo no fui a ver a ningún fun­cionario del gobierno francés. Si ellos me es­criben y vienen a verme, no soy yo quien los busca, pero en todo caso, tengo la impresión de que el gobierno francés está un poco in­quieto por las elecciones del mes de marzo del año que viene. Es claro, no otra cosa los guía ahora, no hay otra cosa que los haga moverse a ellos también; un poco como la Santa Sede con la opinión pública, para ellos son las elecciones. Entonces como el presi­dente Giscard d'Estaing fue elegido por muy pocos votos de mayoría, si los católicos tradicionalistas por despecho de que no se quie­ren ocupar de ellos en Francia, porque el go­bierno no quiere ocuparse de ellos, dicen: "pues bien, no votaremos por usted", fracasa. Es un cálculo muy simple. No es complicado de hacer. Me parece que es por esto que han debido intervenir ante la Santa Sede. Me di­jeron, no sé si es cierto, fue Don Domenico quien me lo dijo, me parece, pero no lo re­cuerdo exactamente, que el Santo Padre ha­bría recibido una llamada telefónica antes de mi audiencia proveniente o del gobierno o de la embajada de Francia, no sé, para pedir al Santo Padre, insistir ante el Santo Padre para que me recibiera con comprensión, con bondad. Es posible.

Pero lo que igualmente es posible es que el gobierno francés pueda eventualmente presionar a la Santa Sede diciéndole: "Si ustedes no consiguen encontrar una solución para este problema ¡pues bien! nosotros trataremos de encontrarla". ¿Cómo podrían encontrarla? Sencillamente ayudando a los católicos tradicionalistas. Tienen cantidades enormes de iglesias que están vacías, que pertenecen al gobierno, iglesias donde ya no hay nadie. No es difícil para el gobierno francés enviar una circular a los alcaldes de los municipios diciéndoles que en cualquier parte que haya iglesias libres y donde prácticamente no haya nadie que concurra, y donde haya grupos tra­dicionalistas, que pongan esas iglesias a dis­posición de los tradicionalistas. ¡Es muy sim­ple! Y comprendan bien que esto hace refle­xionar a la Santa Sede. Porque esto resul­taría casi un reconocimiento oficial de los tradicionalistas en Francia. Eso sería graví­simo. Tanto más porque cuando el gobierno francés tomó las iglesias de Francia en el momento de la separación de la Iglesia y del Estado prometió sin embargo a la Santa Sede que esas iglesias sólo servirían para el culto católico. Pueden muy bien decir que "el culto católico" es el culto que se hizo siempre, y que por ende los tradicionalistas tienen de­recho a las iglesias. Y si existiera algún cuestionamiento, podrían muy bien decir a los progresistas: "Ese culto que ustedes realizan no es católico. Ustedes van a dejar las igle­sias, se las devolvemos a los católicos. El catolicismo es necesariamente lo que se hizo siempre. Es seguro que los tradicionalistas son católicos, puesto que practican la religión que se practicó durante siglos. En tanto que la de ustedes, no nos parece católica para nada. Entonces se van a mudar y dejar esto". Jurídicamente pueden hacerlo, eventualmente pueden amenazar a la Santa Sede. Ciertamen­te esto puede influenciar a la Santa Sede en una decisión a nuestro favor. Se me ocurre que la Santa Sede se beneficiaría más pasan­do por los obispos en vez de pasar por el gobierno; en lugar de dejar actuar al go­bierno.

En fin, es preciso mirar todo esto bajo la mirada de la Providencia, bajo la mirada de Dios, porque esto ha sucedido de una ma­nera inverosímil. Probablemente era preciso que yo fuera condenado. Con todo no quiero comparar mi pobre sacrificio con el sacrificio de Nuestro Señor, pero pienso que todos tra­tamos de asimilarnos a Nuestro Señor y a su Pasión: oportebat Deum pati: era preciso que Él sufriera, era preciso que Él fuera crucificado. Creo que es un poco lo que me ha sucedido por las penas que la Santa Sede me ha infligido, que son de todos modos pe­nosas, que son de todos modos muy desagra­dables. ¡Y bueno! era preciso, creo, que yo fuera condenado para que estallara ese escán­dalo que se hacía en la Iglesia: apoyo de la Iglesia oficial a toda la destrucción de la Iglesia, a todos los que destruyen a la Igle­sia, y condenación de los que la construyen, de los que la cuidan, de los que la conservan. Este escándalo ha sido tal, por esta condena­ción, que ha provocado ese movimiento de opinión general, que ahora ha obligado a la Santa Sede a recibirme; es esto lo que ha debido influenciar a la Santa Sede. Cómo recibirme, dado que existía una terrible opo­sición, que me hacían. No sé si es el padre Pío quien intervino —puesto que ese padre Domenico al que no había visto en mi vida y del que jamás oí hablar, estuvo veinte años con el padre Pío. Para él es el padre Pío quien hizo eso. Yo quiero creer que fue el  padre Pío, es un pequeño milagro este asun­to: que haya podido ir a visitar al Santo Pa­dre y decirle al Santo Padre lo que piensa el pueblo fiel, gran parte del pueblo fiel, los que son fieles a la Iglesia, los verdaderos católi­cos, los verdaderos fieles. Pienso que de to­dos modos esto es importante. Ahora hay que tener confianza en Dios, puesto que es Él quien lleva las cosas de esta manera. Pienso que más que nunca debemos verdaderamen­te rezar, rezar mucho, para que el Santo Padre llegue a tomar esta decisión, pese a sus colaboradores, pese a todos los que lo rodean; que llegue a firmar una circular en­viada a todos los obispos del mundo entero para que cese esta situación, que se acabe con esta situación inadmisible.



Monseñor Lefebvre con el Padre Pio

Cuando hablé con el Santo Padre, me apo­yé en efecto en el "pluralismo". Le dije: "Pe­ro en fin, con este pluralismo actual qué cos­taría otorgar a los que quieren conservar la Tradición estar al menos en el mismo pie de igualdad que los otros. Es lo menos que se les puede otorgar". Le dije: "No sé si sabéis Santo Padre, que hay ahora veintitrés oracio­nes eucarísticas oficiales en Francia". Alzó los brazos al cielo y dijo: "¡Pero muchas más, Monseñor, muchas más!" Entonces le dije: "Pero si hay muchas más, si usted le agrega una, no veo que eso pueda ser para mal de la Iglesia. ¿Acaso es un pecado mortal con­tinuar la Tradición y hacer lo que la Iglesia hizo siempre?". Como ven, el Santo Padre parece muy bien informado...

Ahora pienso que tenemos que rezar y man­tenernos. Quizás hay entre ustedes algunos que puedan haberse sentido un poco choca­dos, y lo comprendo, por esta suspensión a divinis y yo diría por mi rechazo a esta sus­pensión a divinis. Pero este rechazo se sitúa, hay que situarlo, en el primer rechazo que hicimos a aceptar el juicio que nos llegó de Roma. Todo esto es lo mismo, forma parte del mismo contexto, se encadena. No veo por qué aceptaría esta suspensión, cuando no acepté la prohibición de hacer las ordenacio­nes, cuando no acepté el cierre del semina­rio, cuando no acepté el cierre y el aniquila­miento de la Fraternidad. Hubiera debido aceptar entonces desde la primera sentencia, desde la primera condenación. Hubiera de­bido decir: Sí, estamos condenados; se cierra el seminario y se acaba con la Fraternidad. ¿Por qué no haberlo aceptado? Porque fue hecho ilegalmente, porque no se basó en nin­guna prueba ni en ningún juicio. No sé si tu­vieron la oportunidad de leer lo que dijo el cardenal Garrone. En una entrevista dijo: "Nuestra reunión con monseñor Lefebvre en Roma con los tres cardenales no era un tri­bunal". Lo dijo abiertamente. Es lo que yo mismo siempre dije. Era una entrevista. Nunca me encontré pues delante de un tribu­nal. La visita de los Visitadores apostólicos no es un tribunal, es una investigación, no es un juicio. Entonces no hubo tribunal, no hubo juicio, no hubo nada. Fuimos condena­dos así, sin poder defendernos, sin monición, sin nada, sin ningún escrito. No, no es posible. De todos modos existe una justicia. Entonces rechazamos esta condenación: porque es ilegal y porque no pude presentar mi recurso. La forma en que pasó todo esto es absoluta­mente inadmisible. No nos han dado motivos válidos para condenarnos. Una vez que se re­chaza esa sentencia, no hay razón para no rechazar a las otras, porque las otras se apoyan siempre en aquélla. ¿Por qué me prohibieron hacer las ordenaciones? Porque la Fraternidad estaba "suprimida" y que el seminario hubiera debido estar cerrado. En­tonces no tengo derecho a hacer las ordena­ciones. Lo rechazo porque está basado en un juicio que es falso. ¿Por qué se me sus­pende a divinis? Porque hice las ordenacio­nes que se me había prohibido hacer. Pero precisamente no acepto esta sentencia para las ordenaciones porque no acepto el juicio que se hizo. Es una cadena. No acepto esta cadena porque no acepto el motivo primero que hizo seguir toda esta condenación. No es posible aceptarlas.

Por otra parte, el Santo Padre mismo no me habló de la suspensión, no me habló del seminario, de nada, de nada. Nada a ese res­pecto.  Absolutamente nada.

Ésta es la situación tal cual es actualmente. Pienso que para ustedes, lo comprendo muy bien, evidentemente, es un drama, como para mí. Todos deseamos, creo, de todo corazón que un día se reanuden las relaciones norma­les con la Santa Sede. ¿Pero quién rompió las relaciones normales? Se las rompió en el concilio. Es en el concilio donde se rompie­ron las relaciones normales con la Iglesia. Es en el concilio que al separarse de la Tra­dición, la Iglesia apartándose de la Tradición tomó una actitud anormal frente a la Tradición. Es esto lo que no podemos aceptar. No podemos aceptar separarnos de la Tradi­ción. Como se lo dije al Santo Padre: "En la medida en que os apartáis de vuestros pre­decesores ya no podemos seguiros". Es evi­dente. No somos nosotros los que nos apar­tamos de sus predecesores. Cuando le dije: "Pero mirad los textos sobre la libertad re­ligiosa, dos textos que se contradicen formalmente, palabra por palabra; y textos importantes, dogmáticos: el de Gregorio XVI y el de Pío IX, Quanta Cura, y el esquema sobre la libertad religiosa, palabra por palabra se contradicen. ¿Qué hay que elegir?" —"¡Ah! deje esas cosas, no entremos en discusiones", me contestó el Santo Padre.

Ahora bien, todo el problema está ahí. En la medida en que esta Iglesia nueva se se­para de la Iglesia antigua no podemos seguir­la. En eso estamos y es por eso que man­tenemos esta Tradición, que mantenemos nuestra firmeza en la Tradición. Estoy se­guro de que prestamos un inmenso servicio a la Iglesia, queridos amigos. El seminario de Ecône, diría yo que es una piedra fundamen­tal para el combate que libramos. Es el com­bate de la Iglesia. Es en ese plano donde hay que colocarse.

Desgraciadamente debo decir que esa con­versación con el Santo Padre me dejó una impresión bastante penosa. Porque justamen­te tenía la impresión de que lo que él defendía era su persona: "¡Usted está contra mí!" —"Yo no estoy contra vos, estoy contra todo lo que nos separa de la Tradición, estoy con­tra lo que nos arrastra hacia el protestantis­mo,   hacia   el   modernismo".   Se   tenía   la impresión de que reducía todo el problema a su persona. No es a la persona, no es a mon­señor Montini a quien miramos, pero sí en él al sucesor de Pedro. Y como sucesor de Pe­dro, debe trasmitirnos la fe de sus predece­sores. En la medida en que no nos trasmite la fe de sus predecesores, ya no es el sucesor de Pedro. Entonces se convierte en una per­sona que se separa de su cargo, que reniega de su cargo, que no cumple con su cargo. Y en eso no puedo hacer nada, no es mi culpa. Al señor Fesquet de Le Monde, que estaba ahí en el segundo banco hace dos o tres días, y que me decía: "Pero en fin, usted está solo. Solo contra el Papa, solo contra todos los obispos. ¿Qué puede hacer? ¿Qué significa un combate así?". Le contesté: "Qué quiere, no estoy solo, tengo a toda la Tradición conmigo. Y además, incluso aquí no estoy solo, sé que muchos obispos íntima­mente piensan como nosotros. Tenemos a muchos sacerdotes con nosotros y además es­tá el seminario, los seminaristas y todos aque­llos que vienen a nosotros".

La verdad no se hace con el número, el número no hace la Verdad. Incluso si estoy solo, incluso si todos mis seminaristas me abandonan, incluso si toda la opinión pública me abandona, eso me es completamente indiferente. Yo estoy apegado a mi catecis­mo, apegado a mi Credo, apegado a la Tra­dición que ha santificado a todos los santos que están en el cielo. No miro a los demás, ellos hacen lo que quieren, pero yo quiero sal­var mi alma. La opinión pública, la conoce­mos demasiado, es la opinión pública la que condenó a Nuestro Señor después de haberlo aclamado unos días antes. Tenemos el do­mingo de Ramos y después está el Viernes santo. Ya conocemos eso. No hay que fiarse para nada de la opinión pública. Hoy está con nosotros, mañana está contra nosotros. Lo que cuenta es la fidelidad a nuestra fe. Tenemos que tener esta convicción y mante­nernos siempre en la calma.

Cuando el Santo Padre me dijo: "Pero en fin, en el interior de usted mismo, ¿no siente algo que le reprocha lo que está haciendo? Hace un escándalo dentro de la Iglesia, enor­me, enorme. ¿No hay algo en su conciencia que se lo reprocha?". Le contesté: "No, San­to Padre. De ninguna manera". Me dijo: "¡Ah, entonces usted es un inconsciente!" Le contesté: "¡Tal vez!" No podía decir lo con­trario. Si tuviera algo que reprocharme, abandonaría de inmediato.

Recen mucho durante el retiro. Porque creo que las cosas van a jugarse, se juegan desde hace mucho, pero en fin cuanto más adelante se va tantos más puntos críticos llegan. Que Dios haya permitido que pudiera encontrar­me con el Santo Padre y decirle lo que pen­samos y ahora ponerle entre las manos toda la responsabilidad de la situación, creo que es algo que fue querido por Dios. No nos queda más que rezar para suplicar al Espíritu Santo que lo ilumine y le dé el valor de ha­cer un acto que evidentemente sería quizás muy duro para él. No veo otra solución. Dios tiene todas las soluciones. Yo puedo morir mañana.

Debemos rezar también para que del lado de los fieles que mantienen la Tradición se mantengan siempre en una actitud que sea fuerte, una actitud firme. No una actitud de desprecio a las personas, de insulto a las personas, de insulto a los obispos. Tenemos la superioridad de tener la Verdad, no es culpa nuestra, así como la Iglesia tiene la superioridad sobre el error de tener la Ver­dad. Por el hecho mismo de que uno se sien­te en la Verdad, es la Verdad la que debe ha­cer su camino, es la Verdad la que debe con­vencer, no es nuestra persona. No es encoleri­zándose, no es insultando a la gente como se dará peso a la Verdad. Al contrario, eso pondría en duda que tengamos la Verdad. El hecho de encolerizarnos, de insultar, de­muestra que no confiamos absolutamente en el peso de la Verdad, que es el peso de Dios mismo. Es en Dios en quien confiamos, es en la Verdad que es Dios, que es Nuestro Se­ñor Jesucristo, en quien nosotros confiamos. ¿Qué podemos tener de más seguro? Nada, Y poco a poco esta Verdad hace su camino, hará su camino, debe hacerlo. Entonces pon­gamos atención en todas nuestras expresio­nes, en toda nuestra actitud de no tener nun­ca una actitud de desprecio a las personas y de insulto a las personas; sino de firmeza contra el error, sí. Firmeza absoluta, sin compromisos, sin tregua, porque estamos con Nuestro Señor, porque se trata de Nuestro Señor Jesucristo. Es todo el honor de Nues­tro Señor Jesucristo y la gloria de la Santí­sima Trinidad lo que está en juego. Su gloria sobre la tierra evidentemente. No su glo­ria infinita, su gloria en el cielo, sino la gloria de Nuestro Señor aquí abajo. Es la Verdad, entonces la defendemos a cualquier precio, pase lo que pase.

Les agradezco el que hayan rezado por to­das estas intenciones durante las vacaciones. Agradezco a todos aquéllos que tuvieron la gentileza de escribirme unas palabras y ma­nifestarme su simpatía durante estos tiem­pos un poco dolorosos. Dios nos ayuda en este combate, esto es absolutamente seguro, pero es de todos modos doloroso. Uno es­taría tanto más feliz trabajando con todos los que son responsables en la Iglesia y que de­berían trabajar con nosotros para que Nues­tro Señor reine.

Seguimos bien unidos. Hagan un buen re­tiro a fin de hacer también un buen año es­colar. 




* Esta conferencia a los seminaristas de Ecône "a propósito de los acontecimientos de julio-agosto-setiembre de 1978" resume lo que monseñor Lefebvre dijo e hizo durante ese período.