jueves, 20 de marzo de 2014

LA IGLESIA NUEVA (15)

Este es el Capítulo VII, de la 2ª parte, del Libro de Monseñor Lefebvre. 
Asombra por su actualidad y reafirma la intención para la cual fue fundada 
la Fraternidad Sacerdotal san Pio X: Resistir en la Fe, resistir en la Santa Tradición.


Monseñor Marcel Lefebvre



CAPÍTULO VII




SERMÓN EN LILA
29 de agosto de 1976







Mis queridísimos hermanos:

Antes de dirigirles algunas palabras de exhortación, quisiera primero disipar algunos malentendidos. Y, por empezar, respecto de esta misma reunión.

Podrán ver por la simplicidad de esta ceremonia que no habíamos preparado una ceremonia para que reuniera a una multitud como la que se encuentra en esta sala. Habíamos pensado celebrar la santa misa el 29 de agosto como estaba convenido, en medio de algunos centenares de fieles de la región de Lila, como lo hago frecuentemente en Francia, en Europa y hasta en América, sin grandes anuncios.

Y he aquí que de golpe, esta fecha del 29 de agosto se ha convertido, por la prensa, por la radio, por la televisión, como en una especie de manifestación que se parecería, dicen, a un desafío. Y bien no, esta manifestación no es un desafío. Esta manifestación son ustedes los que la han querido, queridos fieles, queridos fieles que han veni­do aquí desde lejos. ¿Por qué? Para mani­festar su fe católica. Para manifestar su creen­cia. Para manifestar su deseo de rezar y de santificarse como lo hicieron sus padres en la fe, como lo hicieron generaciones y gene­raciones antes que ustedes. Ése es el ver­dadero objeto de esta ceremonia, durante la cual deseamos rezar, rezar con todo nues­tro corazón, adorar a Nuestro Señor Jesu­cristo que descenderá dentro de unos ins­tantes sobre este altar y que renovará el sa­crificio de la Cruz del que tanta necesidad tenemos.

Quisiera igualmente disipar otro malenten­dido. Y aquí me excuso, pero me veo obli­gado a decirlo: no soy yo quien me he lla­mado el jefe de los tradicionalistas. Ustedes saben quién lo ha hecho hace poco tiempo en circunstancias del todo solemnes y memo­rables en Roma. Se ha dicho que monseñor Lefebvre era el jefe de los tradicionalistas. No quiero ser el jefe de los tradicionalistas y no lo soy. ¿Por qué? Porque soy yo tam­bién un simple católico. Por cierto sacer­dote, por cierto obispo, pero estoy en las mis­mas condiciones en las cuales se encuentran ustedes, y tengo las mismas reacciones ante la destrucción de la Iglesia, ante la destruc­ción de nuestra fe, ante las ruinas que se acumulan ante nuestros ojos.

Habiendo tenido la misma reacción he pen­sado que era mi deber formar sacerdotes, formar verdaderos sacerdotes que la Iglesia necesita. A estos sacerdotes los he formado en una "sociedad San Pío X" que ha sido re­conocida por la Iglesia.  Y yo sólo hacía lo que todos los obispos hicieron durante siglos y siglos, no he hecho otra cosa, y lo que hice durante treinta años de mi vida sacerdotal. Lo que me valió ser obispo, lo que me valió ser delegado apostólico en África, lo que me valió ser miembro de la comisión central preconciliar, lo que me valió ser asistente del trono  pontificio.   ¿Qué podía desear  como prueba de que Roma estimaba que mi traba­jo era un trabajo que era provechoso para la Iglesia y para el bien de las almas? Y ahora que hago lo mismo, una obra del todo seme­jante a la que realicé durante treinta años, y he aquí que de golpe soy suspendido a divinis, quizás pronto excomulgado, separado de la Iglesia, renegado, ¿qué sé yo?   ¿Es esto posible? ¿Entonces lo que hice durante trein­ta años era susceptible también de una sus­pensión a divinis?

Pienso, por el contrario, que si en aquel mo­mento hubiera formado a seminaristas como los forman ahora en los nuevos seminarios, habría sido excomulgado. Si en aquel mo­mento hubiera enseñado el catecismo que se enseña en las escuelas, me habrían dicho hereje. Y si hubiera dicho la santa misa como se la dice ahora, me habrían calificado como sospechoso de herejía, me habrían ubicado también fuera de la Iglesia. Entonces, ya no comprendo nada. Precisamente algo ha cam­biado en la Iglesia, y es a esto a lo que quiero llegar.

Agrego un pequeño paréntesis para el que­rido monseñor Ducaud Bourget, que está aquí presente. Me ha rogado, y lo comprendo muy bien, que dijera que era absolutamente falso que haya sido, él, suspendido a divinis y que haya sido borrado de la Orden de Malta. Así pues, la prensa inventa muchas cosas que no corresponden para nada a la realidad. Como también dijeron que yo iba a ir a la asam­blea de los obispos de Lourdes, cuando nunca tuve intenciones de ir.

Pero debemos justamente volver a las razo­nes que nos hacen tomar tal actitud. ¡Ah! actitud extremadamente grave, lo reconozco; oponerse a las más altas autoridades de la Iglesia, ser suspendido a divinis, para un obispo es una cosa grave, una cosa muy pe­nosa. Cómo se puede soportar semejante cosa, si no es por razones excesivamente gra­ves. Y sí, las razones de nuestra actitud y de la actitud de ustedes son razones graves: es la defensa de nuestra fe, la defensa de la fe de ustedes. ¿Pero acaso las autoridades que están en Roma pondrían en peligro nues­tra fe? No juzgo a esas autoridades. Diría que no quiero juzgarlas personalmente. Qui­siera juzgarlas como el Santo Oficio antaño juzgaba un libro, y lo ponía en el Index. Roma estudiaba el libro, no tenía necesidad de cono­cer a la persona que había escrito ese libro. Le bastaba estudiar lo que había en las afir­maciones que estaban escritas. Y si esas afirmaciones eran contrarias a la doctrina de la Iglesia, ese libro era condenado y puesto en el Index, sin tener necesidad de interpelar a la persona. Se dijo precisamente en el concilio, algunos obispos se levantaron en contra de este procedimiento diciendo: "Es inadmisible que se ponga a un libro en el Index cuando ni siquiera se ha escuchado a quien lo escribió". Pero no es necesario ver a alguien que ha escrito un libro, con tal de que se tenga en la mano el texto de cosas que son absolutamente contrarias a la doc­trina de la Iglesia. Es el libro el que es con­denado porque sus palabras son contrarias a la doctrina católica. Es pues de esta manera que debemos juzgar las cosas. Debemos juz­garlas por los hechos, como muy bien lo dijo Nuestro Señor en el Evangelio que leíamos hace muy poco aún, y a propósito precisa­mente de esos lobos que están cubiertos de pieles de ovejas, decía: "Reconoceremos al árbol por sus frutos". Bueno, los frutos es­tán ante nosotros. Los frutos son evidentes. Están claros ante nuestros ojos. Esos fru­tos que vienen del Concilio Vaticano II y de las reformas posconciliares son frutos amar­gos. Frutos que destruyen a la Iglesia. Y cuando me dicen: "No toque al concilio ni a las reformas posconciliares", entonces yo contesto, como lo dicen los que hacen las reformas: "No soy yo quien hizo estas refor­mas". Los que hacen esas reformas nos dicen: "Las hacemos en nombre del concilio. He­mos hecho la reforma litúrgica en nombre del concilio. Hemos hecho la reforma de los cate­cismos en nombre del concilio. Hemos hecho todas las reformas en nombre del concilio". Ahora bien, ellos son las autoridades de la Iglesia. Son ellos los que, por consiguiente, interpretan legítimamente el concilio. ¿Qué pasó en ese concilio? Lo podemos saber fá­cilmente leyendo los libros de quienes fue­ron los instrumentos de ese cambio en la Iglesia, que se ha operado ante nuestros ojos. Lean por ejemplo El ecumenismo visto por un francmasón, de Marsaudon; lean el libro del senador del Doubs, el señor Prelot, El catolicismo liberal, escrito en 1969, y él les dirá lo que es el concilio, él, un católico libe­ral. Lo dice en las primeras páginas de su li­bro: "Hemos luchado durante un siglo y me­dio para hacer prevalecer nuestras opiniones en el interior de la Iglesia y no hemos tenido éxito. Al fin vino el Vaticano II y triunfa­mos. En lo sucesivo las tesis y los principios del catolicismo liberal están definitivamente aceptados y oficialmente por la santa Iglesia". ¿A ustedes les parece que esto no es un tes­timonio? No soy yo quien dice esto, es él quien lo dice, triunfante, él lo dice felicitán­dose.

Nosotros lo decimos llorando. Porque ¿qué quisieron los católicos liberales durante un siglo y medio? Casar la Iglesia con la Revolu­ción. Casar la Iglesia con la subversión. Ca­sar la Iglesia con las fuerzas destructoras de la sociedad, de toda sociedad, desde la socie­dad familiar y la sociedad civil, hasta la so­ciedad religiosa. Y este casamiento de la Igle­sia está inscrito en el concilio: tomen el esque­ma Gaudium et Spes y encontrarán allí: hay que casar los principios de la Iglesia con las concepciones del hombre moderno. ¿Qué quie­re decir esto? Quiere decir que hay que casar a la Iglesia, la Iglesia católica, la Iglesia de Nuestro Señor Jesucristo con principios que son contrarios a esta Iglesia, que la minan, que siempre han estado contra la Iglesia. Y es precisamente este casamiento el que fue intentado en el concilio por hombres de Igle­sia. Y no por la Iglesia. Porque jamás la Iglesia puede admitir una cosa así. Durante un siglo y medio precisamente todos los so­beranos pontífices condenaron ese catolicis- mo liberal, rechazaron ese casamiento con las ideas de la Revolución, con las ideas de aqué­llos que adoraron a la diosa razón.  Los pa­pas jamás pudieron aceptar cosa semejante. Y en nombre de esta Revolución algunos sa­cerdotes subieron al cadalso, algunas religio­sas igualmente fueron perseguidas y asesina­das. Recuerden los pontones de Nantes, don­de eran amontonados todos los  sacerdotes fieles y eran hundidos mar adentro.  Eso es lo que hizo la Revolución. Bueno, yo les digo, mis queridísimos hermanos, lo que hizo la Revolución no es nada al lado de lo que ha hecho  el Vaticano  II.   Nada.   Más hubiera valido que los treinta y cuarenta y cincuenta mil sacerdotes que abandonaron la sotana, que abandonaron su juramento hecho ante Dios, sean martirizados y vayan al cadalso; habrían por lo menos ganado su alma.   Y ahora corren el riesgo de perderla. Nos dicen que de entre esos pobres sacerdotes casados muchos ya están divorciados,  muchos  han pedido la anulación del matrimonio a Roma. ¿Qué significan estas cosas?   ¿Cuántas reli­giosas?  Veinte mil religiosas en los Estados Unidos que han abandonado su religión, que han abandonado su congregación religiosa y su juramento (que habían hecho a perpetui­dad), roto ese vínculo que tenían con Nuestro Señor Jesucristo para correr también al ca­samiento. Más les hubiera valido igualmente subir al cadalso. Por lo menos habrían dado testimonio de su fe. En definitiva, cuando un enemigo hace mártires de la Iglesia, hace lo que ya decía el adagio en los primeros siglos: sanguis martyrum semen christianorum —la sangre de los  mártires  es una  semilla  de cristianos. Y esto lo saben muy bien los que persiguen a los cristianos. Tienen miedo de hacer mártires porque saben que la san­gre de los mártires es una semilla de cris­tianos. Ya no se quieren hacer más mártires y es la victoria máxima del demonio la de destruir a la Iglesia por la obediencia.

Destruir a la Iglesia por la obediencia. Ve­mos que sé la destruye todos los días ante nuestros ojos; los seminarios vacíos, ese bello seminario de Lila que estaba lleno de semina­ristas. ¿Dónde están los seminaristas? ¿Quié­nes son aún estos seminaristas?  ¿Saben que van a ser sacerdotes? ¿Saben lo que van a ha­cer cuando sean sacerdotes?  Ah, es precisa­mente porque esta unión querida por esos ca­tólicos liberales, querida entre la Iglesia y la Revolución y la subversión, es una unión adúl­tera de la Iegesia, adúltera. Y de esta unión adúltera sólo pueden salir bastardos. ¿Y ame­nes son esos bastardos?   Son nuestros ritos, el rito de la misa es un rito bastardo, los sacramentos son sacramentos bastardos, va no sabemos si son sacramentos que dan la gracia o que no la dan.   Ya no sabemos si esta misa da el Cuerno y la Sangre de Nues­tro Señor Jesucristo o si no los da.  Los sa­cerdotes que salen de los seminarios va no sa­ben ellos mismos lo que son.   En Roma, el cardenal Cincinatti decía: “¿Porqué no hav más vocaciones?  Porque la Iglesia ya no sa­be lo que es un sacerdote".  Entonces ¿cómo puede seguir formando sacerdotes si ya no sabe lo que es un sacerdote?  Los sacerdotes que salen de los seminarios son sacerdotes bastardos.  Ya no saben lo qué son.   No sa­ben que están hechos para subir al altar para ofrecer el sacrificio de Nuestro Señor Jesu­cristo y para dar a Jesucristo a las almas y llamar a las almas a Jesucristo. Eso es lo que es un sacerdote. Y nuestros jóvenes que están aquí lo comprenden muy bien. Toda su vida va a ser consagrada a eso, a amar, a adorar, a servir a Nuestro Señor Jesucristo en la santa Eucaristía, porque creen en ella, en la presencia de Nuestro Señor en la santa Eucaristía. Y esta unión adúltera de la Igle­sia y de la Revolución se concretiza por el diálogo. La Iglesia, si ha dialogado, es para convertir. Nuestro Señor dijo: "Id, enseñad a todas las naciones, convertidlas". Pero no dijo dialoguen con ellas para no convertirlas, para tratar de ponernos en un pie de igual­dad con ellas.

El error y la verdad no son compatibles. Se debe examinar si se tiene caridad hacia los otros, como acaba de decirlo el Evangelio: el que tiene caridad es el que sirve a los de­más. Pues bien, los que tienen caridad de­ben dar a Nuestro Señor, deben dar la ri­queza que tienen a los demás, y no conversar con ellos, dialogar en un pie de igualdad. La verdad y el error no están en un pie de igual­dad. Sería poner a Dios y al diablo al mismo nivel, puesto que el diablo es el padre de la mentira, el padre del error.




Debemos por lo tanto ser misioneros.

Debemos predicar el Evangelio, convertir a las almas a Jesucristo y no dialogar con ellas tratando de tomar sus principios. Esto es lo que nos ha hecho esa misa bastarda, esos ritos bastardos. Porque se quiso dialo­gar con los protestantes y los protestantes nos dijeron: "Nosotros no queremos la misa de ustedes, no la queremos porque entraña cosas que son incompatibles con nuestra fe protestante.   Entonces, cambien esa misa y podremos rezar con ustedes. Podremos hacer intercomuniones. Podremos recibir sus sacra­mentos, ustedes podrán venir a nuestras igle­sias, nosotros iremos a las de ustedes y todo terminará y tendremos la unidad".  Tendre­mos la unidad en la confusión, en la bas­tardía.  Nosotros no queremos eso.  La Igle­sia no lo quiso nunca. Amamos a los protes­tantes, quisiéramos convertirlos.  Pero no es amarlos el hacerles creer que tienen la mis­ma religión que la religión católica.  Lo mis­mo pasa con los masones.  Ahora se quiere dialogar con los masones. No solamente dia­logar con ellos, sino permitir a los católicos formar parte de la masonería.  Pero esto es una vez más un diálogo abominable.   Sabe­mos perfectamente que esas personas que di­rigen la masonería, al menos los responsa­bles, están radicalmente en contra de Nues­tro Señor Jesucristo.   Y esas misas negras que realizan, esas misas abominables, sacrílegas, horribles que realizan, son parodias de la misa de Nuestro  Señor y ellos  quieren hostias consagradas para  realizar esas mi­sas negras.   Saben que Nuestro Señor Jesu­cristo está en la Eucaristía, porque el diablo sabe que Nuestro Señor Jesucristo está en la Eucaristía.   No quieren hostias provenientes de misas de las que no saben si el Cuerpo de Nuestro  Señor  está ahí  o no.   Y  entonces ¿dialogar con gentes que quieren la muerte de nuestro Señor Jesucristo por segunda vez, en la persona de sus miembros, en la per­sona de la Iglesia? No podemos admitir semejante diálogo.  Ya sabemos lo que costó primer diálogo de Eva con el diablo. Ella perdió, nos puso a todos en estado de pecadodo. Porque dialogó con el diablo. No se loga con el diablo. Y se predica a los que están bajo la influencia del diablo para que conviertan, para que vengan a Nuestro Señor Jesucristo. No se dialoga con los comunistas.  Se dialoga con las personas, pero no se  dialoga con el error *...

Pero precisamente ¿por qué de una mane­ra en verdad firme y resuelta no queremos aceptar esta unión adúltera de la Iglesia con Revolución?   Porque nosotros afirmamos la divinidad  de  Nuestro   Señor   Jesucristo. ¿Por qué Pedro fue hecho Pedro?   Recuerden el Evangelio. Pedro se convirtió en Pedro porque confesó la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. Y todos los apóstoles profesaron también esta fe públicamente, después de  Pentecostés.   E   inmediatamente   se  los persiguió. Los príncipes de los sacerdotes les dijeron: "No nos hablen más de ese hombre, no podemos ya escuchar ese nombre de Nues­tro Señor Jesucristo". Y los apóstoles dijeron: non possumus —no podemos no hablar de Nuestro Señor Jesucristo y de nuestro Rey.

Pero ustedes me dirán: "¿Es posible? ¿Us­ted parece acusar a Roma de no creer en la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo?" El liberalismo tiene siempre dos caras: afir­ma la verdad, que pretende es "la tesis", y luego en la realidad, en la práctica, en "la hipótesis", como él dice, actúa como los enemigos, con los principios de los enemigos de la Iglesia. De tal manera que siempre se está en la incoherencia. Y bien, ¿qué quiere decir la divinidad de Nuestro Señor Jesucris­to? Que Nuestro Señor es la única persona en el mundo, el único ser humano en el mun­do que pudo decir: "Yo soy Dios". Y por el hecho mismo que pudo decir "Yo soy Dios", era el único Salvador de la humanidad, era el único Sacerdote de la humanidad, y era el único Rey de la humanidad. Por su natura­leza, no por privilegio, no por título, por su propia naturaleza, porque era Hijo de Dios. Ahora bien, hoy se dice: "No solamente hay salvación en Jesucristo, hay salvación fuera de Nuestro Señor Jesucristo. No hay sola­mente el sacerdocio en Nuestro Señor Jesu­cristo, todos los fieles son sacerdotes, todo el mundo es sacerdote". Cuando hay que par­ticipar sacramentalmente en el sacerdocio de Nuestro Señor Jesucristo para poder ofrecer el sacrificio de la misa; segundo error. Fi­nalmente, ya no se quiere el reinado social de Nuestro Señor Jesucristo. Bajo el pre­texto de que no es posible. Esto lo he escu­chado de la boca del nuncio de Berna; lo he escuchado de la boca del enviado del Vati­cano, de la boca del padre Dhanis, ex rector de la Universidad Gregoriana, quien vino a pedirme en nombre de la Santa Sede que no hiciera las ordenaciones del 29 de junio. Él estaba el 27 de junio en Flavigny cuando yo predicaba el retiro a los seminaristas. Y cuando me dijo: "¿Por qué está usted contra el Concilio?" — "Pero en fin, ¿es posible acep­tar el Concilio, cuando en nombre del Con­cilio usted dice que hay que destruir todos los Estados católicos, que ya no tiene que ha­ber más Estados católicos, por ende ya no más Estados en los cuales reine Nuestro Se­ñor Jesucristo? ¿Ya no es posible? Una cosa es que ya no sea posible, otra cosa que to­memos eso como principio y que por consi­guiente ya no busquemos más el reinado de Nuestro Señor Jesucristo".

¿Y qué es lo que decimos todos los días en nuestro "Padrenuestro"? Venga a nos el tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. ¿Qué es ese reino? Hace un momento han cantado en el Gloria "Tu solus Dominus, Tu solus altissimus Jesu Christe" —Tú eres el único Altísimo, Tú eres el único Señor. Lo cantaríamos y en cuanto hubiéramos salido, diríamos: ";Ah, no! ya no es necesario que Nuestro Señor Jesucristo reine sobre nosotros". Pero, ¿es que vivimos en el ilogismo? ¿Somos cristianos o no? ¿So­mos católicos o no?

No habrá paz en esta tierra si no es en el reinado de Nuestro Señor Jesucristo. Los Es­tados se desesperan, todos los días hay pági­nas y páginas en los diarios, en la televisión, en la radio, otra vez ahora con el cambio del primer ministro: ¿Qué vamos a hacer para que se arregle la situación económica? ¿Qué vamos a hacer para que vuelva el dinero? ¿Qué vamos a hacer para que las industrias prosperen?, etcétera. Todos los diarios están llenos de esto en el mundo entero. Pues bien, incluso desde el punto de vista económico, es preciso que Nuestro Señor Jesucristo rei­ne. Porque el reinado de Nuestro Señor Je­sucristo, es el reinado de sus principios de amor, justamente, de los mandamientos de Dios, que ponen equilibrio en la sociedad, que hacen reinar la justicia y la paz en la socie­dad; solamente dentro del orden, de la justi­cia, de la paz de la sociedad, la economía pue­de reinar, la economía puede volver a flore­cer. Se lo ve muy bien. Tomen la imagen de la República Argentina. ¿En qué estado esta­ba hace sólo dos o tres meses? Una anarquía completa, los bandidos matando a derecha y a  izquierda,   las   industrias   completamente arruinadas, los patrones de las fábricas rapta­dos y tomados como rehenes, ¿qué sé yo? Una revolución inverosímil.   En un país sin em­bargo tan hermoso, tan equilibrado, tan sim­pático como la República Argentina. Una Re­pública que podría ser de una prosperidad increíble, con riquezas extraordinarias.  Hay un gobierno que tiene principios, que tiene autoridad, que pone un poco de orden en los asuntos, que impide que los bandidos maten a los demás, y entonces la economía vuelve, los obreros tienen trabajo, y pueden volver a sus casas sabiendo que no van a ser matados por alguien que quisiera hacerlos hacer huel­ga cuando no desean hacer huelga.   He ahí el reinado de Nuestro Señor Jesucristo que queremos y que profesamos en nuestra fe diciendo que Nuestro Señor Jesucristo es Dios. Es por esto que también queremos la misa de san Pío V.   ¿Por qué?   Porque esta misa es la proclamación de la realeza de Nuestro Señor Jesucristo.  La nueva misa es una es­pecie de misa híbrida, que ya no es jerár­quica, que es democrática, en la que la asam­blea ocupa más lugar que el sacerdote, por lo que ya no es una misa verdadera que afir­me la realeza de Nuestro Señor Jesucristo. Porque ¿cómo se hizo también rey Nuestro Señor Jesucristo? Afirmó su realeza por su cruz: regnavit a ligno Deus. Jesucristo reinó por el madero de la cruz. Porque venció al pecado, venció al demonio, venció a la muerte por su cruz. Son pues tres victorias magnificas de Nuestro Señor Jesucristo. Ahora bien, nos dirán que eso es "triunfalismo" de Nuestro Señor Jesucristo. Y es por eso que nuestros antepasados construyeron esas magníficas catedrales. ¿Para qué haber gastado tanto dinero, gentes que eran mucho más pobres que nosotros, para qué haber gastado tanto tiempo para hacer esas magníficas catedrales que todavía admiramos hoy, incluso los que no creen? ¿Por qué? A causa del altar. A causa de Nuestro Señor Jesucristo. Para marcar el triunfo de la cruz de Nuestro Señor Jesucristo. Y bien, sí, queremos profesar el triunfo de la cruz de Nuestro Señor Jesucristo en nuestra misa y es por ello que nos arrodillamos. Nos gusta arrodillarnos ante la santa Eucaristía. Si hubiéramos tenido tiempo, pero no quiero retenerlos demasiado, hubiéramos circulado con el Santísimo Sacramento entre las filas para que ustedes manifestaran a Nuestro Señor Jesucristo, a su santa Eucaristía, que lo adoran. Señor, tú eres nuestro Dios; oh Jesucristo, te adoramos. Sabemos que es por ti que hemos nacido, es por ti que hemos sido cristianos, es por ti que fuimos redimidos, eres tú quien nos juzgará en la hora de nuestra muerte, eres tú quien nos dará la gloria en el cielo si la hemos merecido. Nuestro Señor está presente, como lo estaba en la cruz, en la santa Eucaristía. Eso es lo que debemos hacer, eso es lo que debemos pedir.




No estamos contra nadie.

No somos comandos, no le deseamos mal a nadie.

Queremos solamente que nos dejen profe­sar nuestra fe en Nuestro Señor Jesucristo.

Entonces nos echan de nuestras iglesias, a causa de ello, echan a los pobres sacerdotes, porque dicen la, antigua misa por la cual fueron santificados todos nuestros santos y nuestras santas: santa Juana de Arco, el santo cura de Ars, Teresita del Niño Jesús fueron santificados por esta misa y ahora algunos sacerdotes son expulsados brutalmente, cruel­mente de su parroquia porque dicen esta mi­sa que ha santificado a los santos durante siglos. ¡Es absurdo! ¡Casi diría que es una historia de locos! Nos preguntamos si no estamos soñando. No es posible que esta misa se haya convertido en una especie de horror para nuestros obispos y para quienes debieran conservar nuestra fe. ¡Y bueno! Conservaremos la misa de san Pío V porque la misa de san Pío V es la misa de veinte siglos. Es la misa de siempre, no es sola­mente la misa de san Pío V, y representa nuestra fe, es un escudo para nuestra fe. Y necesitamos ese escudo para nuestra fe.

Entonces nos dirán que nosotros hacemos una cuestión del latín y de la sotana. Evi­dentemente, es fácil desacreditar a aquéllos con quienes no se está de acuerdo, de esta manera. Por cierto, el latín tiene su impor­tancia y cuando yo estaba en África era mag­nífico ver a esas multitudes africanas que tenían una lengua diferente —teníamos a veces cinco o seis tribus diferentes que no se atendían entre sí— que podían asistir a misa en nuestras iglesias y cantar cánticos en latín con un fervor extraordinario, extraordinario. Vayan a ver ahora: se pelean en las Iglesias porque dicen la misa en una lengua que no es la de ellos; entonces no están contentos, piden que haya una misa en su lengua. Es la confusión total. Mientras que antes esa unidad era perfecta. Es un ejemplo. , Sin duda —ustedes habrán visto que hemos leído en francés la epístola y el evangelio, no vemos absolutamente ningún inconvenien­te en ello; e incluso si se agregaran además algunas oraciones en francés, oraciones co­munes en francés, no veríamos ningún incon­veniente. Pero nos parece que sin embargo el cuerpo de la misa, lo esencial de la misa, que va del ofertorio a la comunión del sa­cerdote, debería seguir siendo en una lengua única a fin de que todos los hombres de to­das las naciones puedan asistir a la misa jun­tos y sentirse unidos en esta unidad de la fe, en esta unidad de la oración. Por ello pe­dimos, verdaderamente hacemos un llamado a los obispos y hacemos un llamado a Roma: que tengan a bien tomar en consideración el deseo que tenemos de rezar como nuestros antepasados, el deseo que tenemos de con­servar la fe católica, el deseo que tenemos de adorar a Nuestro Señor Jesucristo, de querer su reinado. Esto es lo que le dije al Santo Padre en mi última carta —y creía realmente que era la última porque no creía que el San­to Padre me dirigiría otras cartas—, le dije **: Muy Santo Padre: devolvednos el derecho pú­blico de la Iglesia, es decir, el reinado de Nuestro Señor Jesucristo; devolvednos la ver­dadera Biblia y no una biblia ecuménica, sino la verdadera Biblia tal como era antaño la Vulgata que fue tantas y tantas veces con­sagrada por los concilios y los papas. Devolvednos la verdadera misa, una misa jerár­quica, una misa dogmática que defienda nues­tra fe y que era la de tantos y tantos siglos y que ha santificado a tantos católicos. Y fi­nalmente devolvednos nuestro catecismo se­gún el modelo del catecismo del concilio de Trento. Porque sin un catecismo preciso, sin una fe precisa, ¿qué serán nuestros niños ma­ñana, qué serán las futuras generaciones?: ya no conocerán más la fe católica y eso ya lo comprobamos hoy en día. Ay, no recibí nin­guna respuesta, nada más que la suspensión a divinis. Y es por ello que no considero estas penas como penas válidas. Tanto canónica como teológicamente, pienso con toda since­ridad, con toda paz, con toda serenidad, que no puedo contribuir por esas suspensiones, por esas penas que me son aplicadas y por el cierre de mis seminarios, por la negativa a hacer ordenaciones, no quiero contribuir a la destrucción de la Iglesia católica.

Quiero que en la hora de mi muerte cuan­do Nuestro Señor me preguntará: "¿Qué hi­ciste de tu episcopado, qué hiciste de tu gra­cia episcopal y sacerdotal?", que no pueda escuchar de la boca del Señor: "Contribuiste a destruir la Iglesia con los demás".

Mis queridísimos hermanos, acabo y termi­no dirigiéndome a ustedes, diciéndoles: ¿Qué tienen que hacer? Ah, lo sé muy bien, muchos grupos nos piden: "Monseñor, dénos  sacerdotes, dénos sacerdotes, dénos verdaderos sacerdotes.   Eso es lo que necesitamos. Tenemos lugar para ponerlo, construiremos una  capillita, estará ahí en nuestra casa, ins­truirá a nuestros hijos:   el verdadero catecismo, la verdadera fe. Queremos conservar la fe, como hicieron los japoneses durante tres siglos cuando no tenían sacerdotes. ¡Dénos sacerdotes!".   Y bien, mis queridísimos hermanos, hago todo lo posible para preparárselos y puedo decir que es mi gran consuelo sentir en estos seminaristas una fe pro­funda de verdaderos sacerdotes. Ellos han comprendido lo que es Nuestro Señor Jesu­cristo. Han comprendido lo que es el santo sacrificio de la misa, los sacramentos. Tie­nta una profunda fe arraigada en su corazón. Son, diría yo, mejor de lo que podíamos ser nosotros hace cincuenta años en nuestros seminarios, porque viven en una situación difícil. Por otra parte, muchos de ellos han hecho estudios universitarios. ¡Cuando nos objetan que esos jóvenes no están adapta­dos y no sabrán hablar a las generaciones modernas! Estos muchachos que han hecho tres, cinco, siete años de universidad, ¿no conocen a su generación? ¿Por qué han ve­nido a Ecône para hacerse sacerdotes? Es precisamente para dirigirse a su generación. La conocen bien, mucho mejor que nosotros, mucho mejor que todos los que nos critican. Entonces serán muy capaces de hablar e1 lenguaje necesario para convertir a las limas. Y es por eso que me siento muy feliz de poder decirles:   otra vez tendremos  veinticinco nuevos miembros este año en el  seminario de Ecône, a pesar de las dificulta­des; tendremos diez nuevos en nuestro semi­nario de los Estados Unidos en Armada; y cuatro nuevos en nuestro seminario de habla alemán en Suiza alemana. Por consiguiente los jóvenes, a pesar de las dificultades que se nos hacen, comprenden muy bien que noso­tros formamos verdaderos sacerdotes cató­licos.

Y es por esto que no estamos en el cisma, somos los continuadores de la Iglesia cató­lica. Los que hacen novedades son los que entran en el cisma. Nosotros continuamos la Tradición. Y es por eso que debemos te­ner confianza, no debemos desesperarnos, in­cluso ante la situación actual. Debemos man­tener. Mantener nuestra fe, mantener nues­tros sacramentos, apoyados en veinte siglos de Tradición, apoyados en veinte siglos de santidad de la Iglesia, de fe de la Iglesia. No tenemos que temer. Algunos reporteros me han preguntado a veces: "¿Monseñor, se sien­te usted aislado?". Yo dije: "De ninguna ma­nera, de ninguna manera. No me siento ais­lado. Estoy con veinte siglos de Iglesia y estoy con todos los santos del  cielo y del paraíso". ¿Por qué? Porque ellos rezaron como nosotros, porque se santificaron como nosotros tratamos de hacerlo, con los mismos medios. Estoy persuadido de que se alegran por esta asamblea de hoy. Dicen: por lo me­nos hay allí unos católicos que rezan, que rezan verdaderamente, que verdaderamente tienen en su corazón el deseo de la oración, de honrar a Nuestro Señor Jesucristo. Los santos del cielo se alegran, los santos ángeles de ustedes se alegran. Entonces no desesperemos, sino que recemos, recemos y santifiquémonos. Ah, hay un consejo que quisiera darles: es preciso que no se pueda decir de nosotros, de estos católicos que somos —no me gusta mucho el término de "católicos tradicionalistas", dado que no veo lo que pue­da ser un católico que no es tradicionalista: la Iglesia es una tradición; y por otra parte, ¿qué serían los hombres si no estuvieran den­tro de la tradición? ¡Pero si no podríamos vivir! Hemos recibido la vida de nuestros padres, hemos recibido la educación de los que estaban antes de nosotros. Somos una tradición. Dios lo ha querido así. Dios ha querido que las tradiciones vayan pasando de generación en generación tanto para las cosas humanas, para las cosas materiales, co­mo para las cosas divinas. Por consiguiente, no ser tradicional, no ser tradicionalista, es la destrucción de uno mismo, es un suicidio. Entonces, somos católicos, seguimos siendo católicos. Que no existan divisiones entre nosotros. Precisamente si somos católicos, estamos en la unidad de la Iglesia, la unidad de la Iglesia que está en la fe. No hay uni­dad sino en la fe. Entonces nos dicen: "Us­tedes tienen que estar con el Papa, el Papa es el signo de la fe en la Iglesia". ¡Claro! en la medida en que el Papa manifieste su es­tado de sucesor de Pedro, en la medida en que se hace eco de la fe de siempre, en la medida en que trasmite el tesoro que debe trasmitir. Porque una vez más, ¿qué es un Papa? Es el que nos da los tesoros de la tradición y el tesoro del depósito de la fe, y la vida sobrenatural por los sacramentos y por el sacrificio de la misa.  El obispo no es otra cosa, el sacerdote no es otra cosa: trasmitir la Verdad, trasmitir la Vida que no nos pertenece. La epístola lo decía hace un momento. La Verdad no nos pertenece, no le pertenece más al Papa que a mí. Él es el ser­vidor de la Verdad como yo debo ser el servidor de la Verdad. Y si llegara a suceder que el Papa no fuera ya servidor de la Ver­dad, ya no sería Papa. No es posible. No digo que lo sea, no me hagan decir lo que no he dicho. Pero digo: si esto llegara a ser ver­dad, pues bien, no podríamos seguir a alguien que nos arrastra al error. Es evidente. Aho­ra bien, ¿cuál es el criterio de la Verdad? Me dicen: "Usted juzga al Papa". Monseñor Benelli me enrostró: "¡No es usted quien hace la verdad!" Por supuesto que no soy yo quien hace la verdad, pero el Papa tampoco. La ver­dad es Nuestro Señor Jesucristo. Por lo tanto tenemos que remitirnos a lo que Nuestro Se­ñor Jesucristo nos ha enseñado, a lo que los apóstoles nos han enseñado, a lo que los Pa­dres de la Iglesia, a lo que toda la Iglesia ha enseñado para saber dónde está la verdad.

No soy yo quien juzga al Santo Padre, es la Tradición.

Un niño de cinco años con su catecismo puede muy bien contestar a su obispo, si su obispo viniera a decirle: "Nuestro Señor no está presente en la Santa Eucaristía". "Yo soy el testigo de la Verdad", diría el obispo. "Yo soy el testigo de la Verdad. Yo te digo que Nuestro Señor no está presente en la san­ta Eucaristía". Este niño con su catecismo, tiene cinco años, lee y dice: "Pero mi cate­cismo dice lo contrario". ¿Entonces quién es el que tiene razón?  ¿Es el obispo o es el catecismo? ¡Es el catecismo, evidentemente! El catecismo que representa la fe de siempre.

 Si muy simple.   Es infantil  como  razona­miento.   Pero en eso estamos.   Si hoy nos  dicen que se pueden hacer intercomuniones con protestantes, que ya no existen diferencias entre nosotros y los protestantes, y bue­no, no es cierto. Hay una diferencia inmensa. Es por eso que estamos realmente estupe­factos cuando pensamos que se ha hecho ben­decir por el arzobispo de Canterbury, que no es sacerdote (porque las ordenaciones an-glicanas no son válidas, el papa León XIII lo declaró oficial y definitivamente, porque es hereje, como lo son todos los anglicanos—, lo siento, ya no agrada ese nombre, pero con todo es la realidad; no es para insultarlo, no pido sino su conversión), luego no es sacer­dote, es hereje y se le pide que bendiga a la multitud de cardenales y obispos presentes en la iglesia de San Pablo con el Santo Padre. |A mí me parece que esto es algo absoluta­mente inconcebible!

Y concluyo agradeciéndoles que hayan ve­nido tantos y agradeciéndoles también que sigan haciendo de esta ceremonia una cere­monia profundamente piadosa, profundamen­te católica y rezaremos pues juntos para que Dios nos dé los medios para resolver el pro­blema. Sería tan sencillo si cada obispo en su diócesis pusiera a nuestra disposición, a disposición de los católicos fieles, una iglesia diciéndoles: aquí está la iglesia que es de ustedes. Y aquí, cuando se piensa que el obis­po de Lila ha dado una iglesia a los musul­manes, no veo por qué no habría una iglesia para los católicos fieles. Y en definitiva, toda la cuestión estaría resuelta. Eso es lo que le pediré al Santo Padre, si el Santo Padre tiene a bien recibirme: Déjenos hacer, Santísimo Padre, la experiencia de la Tradición.


° Aquí dos perturbadores interrumpen, provocando un momento de confusión. No sabiendo cómo manifestar su sentimiento, la asamblea se pone a aplaudir a monseñor Lefebvre con  energía.    Los  perturbadores  son  expulsados.


**   Es la carta del 17 de julio de 1976.