martes, 4 de marzo de 2014

EL INFIERNO

San Pedro Julián Eymard

Hablemos del infierno, de cuya consideración se han valido los mismos santos, encontrando en ella motivos de amar más a nuestro Señor. El amor forma la santidad, pero veces le hace falta la ayuda del temor y momentos hay en que resulta necesario.


I
Confieso que este tema me asusta y que la verdad más difícil de creer es esta del infierno. Pero todos creen en él, así los infieles, paganos, turcos y herejes, como los católicos. Mas a los incrédulos o a los cristianos cuya fe duerme, los espanta esta verdad, y cuando uno se la prueba, blasfeman contra Dios. Hay regiones en que no se puede hablar del infierno sin escandalizar y sin que las gentes se escapen.

El infierno ejerce saludable influencia únicamente sobre los que aman a Dios; los demás sólo se sirven de él para insultar más y blasfemar contra la Justicia divina.

¿Cómo se explica que siendo tan bueno Dios condene a criaturas suyas creadas por amor, a hijos tan queridos, a un infierno eterno? Por bueno que sea en vida, después de la muerte ya no hay lugar para la misericordia. Hay pocos escogidos, dijo Jesús. De dos caminos que conducen el uno a la vida y el otro a la muerte, el primero es poco seguido, en tanto que el segundo se ve cubierto de gente. Según las palabras de Jesús, la mayor parte de los hombres se condenaría. Y aun cuando el Evangelio no nos lo diera a entender, lo que nosotros mismos vemos nos lo haría temer no poco.

Pero estas explicaciones no logran sino obscurecer el misterio. ¿Cómo siendo tan bueno Dios, puede condenar a tantas almas para siempre al infierno? Hay hombres que no quisieran condenar a muerte al mayor de los facinerosos ¡y Dios condenaría sin piedad!, ¡y a qué muerte y a qué tormentos! Tanto más cuanto que la misericordia parece perseverar en la otra vida, ya que perdona a las almas del purgatorio. Si perdona a las almas del purgatorio, pero no así a los condenados. Para ellos ya no tiene compasión; condénalos y se burla de ellos: Subsanabo eos (1).
          
         Y eso que entre los condenados hay quienes le han servido por mucho tiempo y eran considerados como santos: ¡Subsanabo! En encontrando en ellos una falta mortal, Dios no cuenta todos sus servicios y precipítalos al abismo del fuego.

¡Eternidad, eternidad del castigo, eternidad de la privación de Dios!  ¡Sólo pensarlo horroriza! Eternidad de la desesperación, de la vergüenza, de los suplicios... ¡nada más que decirlo hace temblar a todos los miembros!  Se comprende que haya habido doctores para quienes el infierno no fuera eterno, por repugnar demasiado a la divina bondad, cerrándose después de pasados mil años. Es un error condenado por la Iglesia, pero nada de extraño que haya contado con tantos partidarios, pues responde al temor de la eternidad del infierno con sus sufrimientos eternos, y alivia el espíritu espantado. Con todo, no habrá nada de eso, sino que la ley del infierno es un continuo desesperar, arrancarse los cabellos, rechinar de dientes y roerse de desesperación.

El Infierno. Jerónimo Bosco, (fragmento).

La desesperación es aún aquí la pena más cruel, a la que ­no se resiste sin especial auxilio de la gracia. Los que no tienen fe prefieren morir y se libran suicidándose; mas en el infierno no se puede uno quitar la vida, sino que es preciso vivir en agonía, en las angustias de una desesperación que no ha de tener término, sin jamás recibir la menor gota de con­suelo o de refrigerio.

He aquí una escena que quedó profundamente grabada en mi memoria y que os dará alguna idea de lo que se sufre con la desesperación.  Trájoseme  en   1852  un  poseso, muy buen hombre, y en los momentos de libertad, excelente cristiano. El demonio hablaba por su boca blasfemando contra la eterna duración del infierno. Un sacerdote presente le preguntó: ¿Qué condiciones aceptarías  para  obtener al  cabo de un millón de años un rayo de esperanza? Entonces el demonio, que decía haber sido en el cielo un serafín, llamado Astarot, iluminó la cara del poseso con siniestro resplandor, y nos dijo con voz que silbaba de rabia: “Si del infierno al cielo hubiera una columna guarnecida de hoces, puñales y. otros instrumentos cortantes, y todos los días hubiera que subirla por espacio de un millón de años, lo haríamos, nada más que por tener un minuto de esperanza; pero es en vano."

          Y blasfemando de pura rabia y de cólera, lanzó imprecaciones contra Dios: " ¡Oh qué injusto es Dios!" ¡Vosotros, hombres, habéis pecado mil veces más, pues nosotros no hemos pecado más que una vez, mientras que vosotros renováis vuestros crímenes todos los días! ¡Y con ser esto así, a vosotros os perdona! ¡Todo el amor es para vosotros y para nosotros sólo la venganza de la justicia!" Y desesperado, se arrancaba los cabellos, y se habría matado, si no se le hubiera impedido.

Mirad, por lo demás, lo que cuenta el evangelio del des­dichado rico que se encontraba en el Infierno. Pide, suplica al padre Abrahán que le dé una gota, siquiera una gota de agua para humedecer sus abrasados labios. — "Es imposible, contesta el Señor, porque el abismo es infranqueable entre nosotros y vosotros. Pues has gozado en la tierra, justo es que sufras ahora." ¿Oís esto? Y, sin embargo, ese rico no cometió ninguno de los crímenes que la justicia humana castiga. Lo malo que hizo consistió únicamente en servirse in-moderadamente de los bienes de la tierra. Por sólo eso se ve condenado sin esperanza alguna ni consuelo y para siempre, siempre, siempre.

El mayor tormento de los condenados no es el sufrimiento físico, sino el moral. Su mayor suplicio procede de su imaginación, memoria y entendimiento.

¡Qué tormento no sufrirán sobre todo los que han obra-do bien durante la mayor parte de su vida, o los que, como el sacerdote llamado Sapricio, de que habla la historia eclesiástica, llegaron a sufrir los primeros tormentos del martirio y no perseveraron hasta el fin! Estos son los verdaderos desesperados, los que más sufren. Amaron a Dios y pudieron seguir amándole: bien lo echan de ver ahora. Hasta tuvieron un gusto anticipado de la eterna felicidad cuando le servían, ¡y ahora tienen que verse por siempre alejados de El! Por siempre, porque, dice el Sabio, hay tres abismos que nunca dicen basta: el avaro, la muerte y el infierno.
La conclusión que de ello se desprende para nosotros es la necesidad de labrar la propia salvación con temor y temblor. Habrá en el Infierno quienes ciertamente no pecaron tanto como yo. ¡Qué bueno ha sido, pues, Dios no condenándome al punto después de cometida la falta; porque, a la verdad, lo tenía bien merecido y, si lo hubiera hecho, nada tendría que replicar. El asesino no puede contestar nada cuan-do se le condena a muerte; no se hace sino aplicarle la pena del talión. Con sólo un pecado mortal que haya cometido he matado a Jesucristo, soy verdugo y asesino suyo.

Otra imagen infernal de El Bosco.  La angustia eterna, el sinsentido,
la ausencia absoluta de Dios, l
a desesperación, (fragmento)


No faltan en el infierno personas que por santas fueron tenidas durante su vida; hay ciertamente sacerdotes y religiosos; lo cual podría ocurrirme también a mí, pues a lo mejor ellos eran más santos que yo.

¡Qué bueno es, pues, Dios, no desamparándome! ¿Y quién sabe si perseveraré hasta el fin! Aquí está lo grave. Ahora ya lo quiero, ¿pero diré esto siempre?

No se causa bastante horror el pecado, y una vez cometido, no se tiene bastante valor para expiarlo como se debe. Prefiérese esperar, diciendo: Ya me confesaré cuando caiga enfermo, haciendo un buen acto de contrición, y así aseguraré mi salvación. — ¡Estáis equivocados! ¡Si nuestro Señor dijo que vendrá como ladrón! ¡Reiráse de vosotros y deshará todos vuestros cálculos.
             
         Y además, ¿quién sabe si no cometeré todavía algún pecado mortal? ¿Quién sabe si no apostataré al ser llevado ante un tribunal por la fe? Porque tal acontece a quien va descuidándose.
              
      Y aun cuando no hubiera nada de eso, sólo la duda es aterradora. Estas palabras: "El hombre no sabe si es digno de odio y de amor" (2) causaban espanto a san Bernardo.

Tomemos medios enérgicos y no nos fiemos de deseos ni meras resoluciones, que tratándose de la eternidad toda seguridad es poca.

¡Quién sabe si no estoy en camino de descenso y voy deslizándome por la pendiente del pecado mortal!

Examinad, para saberlo, vuestras ordinarias tentaciones y pecados veniales, que son las pequeñas cuerdas con que Dalila ataba a Sansón antes que tuviese conocido el secreto de su fuerza. Al levantarse fácilmente las deshacía el forzudo ; pero día llegó en que quedó perdido: ya sabéis cuál fue su desgraciado fin.
Hay pecados veniales y tentaciones que acaban casi siempre en pecado mortal. Tales son en primer lugar las tentaciones de impureza. San Alfonso de Ligorio dice que acaso no haya un solo condenado que no esté en el Infierno o por pecados de impureza o con pecados de impureza.

Vienen luego las tentaciones de orgullo, mayormente de orgullo espiritual y satánico, que lleva a la apostasía.

Vigilad; ved el Infierno en el término, que esto hace a o volver en sí y convertirse.

Si de un lado la vista del Infierno y por otro el amor infinito de Dios no nos impresionan, corremos a eterna perdición.  ¡Acabóse en cuanto se presentó una ocasión!

Ya sé que hay quienes dicen para excusarse a los propios ojos: Soy religioso del santísimo Sacramento, vivo con Jesús mi Salvador: ¿qué tengo de temer?—También Judas vivió con Jesús.

Pero es que yo amo a Dios. —También él le amó en un principio, pero la tibieza acabó extinguiendo este amor, volviéndose entonces él sacrílego y verdugo de su amo.

Dos ladrones había en el calvario: el uno fue santo, según declaración de nuestro Señor, y réprobo el otro.

Vivir con Jesucristo, en presencia de su gran Sacramento de amor, lo es todo para quien quiere salvarse cueste lo que costare. Pero esto sólo sirve para agravar la pena cuando uno se condena, pues cae del cielo como los ángeles. Con ellos rueda hasta el fondo del abismo y para él hay suplicios más crueles, torturas escogidas: Potentes, potenter tormenta patientur (3).

Notas:
(1)   Prov., I, 26.
(2)   Eccl, IX,  
(3)   Sap., VI, 7.