miércoles, 12 de marzo de 2014

LA IGLESIA NUEVA (9)

Novena entrega del libro de Monseñor Marcel Lefebvre

Mons. Marcel Lefebvre





CAPÍTULO VIII





CARTA A LOS AMIGOS Y BIENHECHORES *



Queridos amigos y bienhechores:

Me parece llegado el momento de poner en conocimiento de ustedes los últimos acontecimientos relativos a Ecône, y la actitud que en conciencia, ante Dios, creemos deber tomar en estas graves circunstancias.

En lo que concierne al recurso ante la Signatura Apostólica: la última instancia hecha por mi abogado ante los cardenales que forman el tribunal, a fin de conocer exactamente cuál fue la intervención del Papa en el proceso que se nos hace, fue detenida en su curso por una carta autógrafa del cardenal Villot al cardenal Staffa, presidente del tribunal, ordenándole prohibir todo recurso.

En cuanto a la audiencia con el Santo Padre, es igualmente denegada por el cardenal Villot. No tendré audiencia hasta que haya desaparecido mi obra y conformado mi manera de pensar a la que reina en la Iglesia reformada de hoy.

Sin embargo, el acontecimiento más im­portante es sin duda esa carta firmada por el Santo Padre, presentada como autógrafa por el nuncio de Berna, en realidad dactilo­grafiada, y que, bajo una nueva forma, repite los argumentos o más bien las afirmaciones de la carta de los cardenales. La recibí el 10 de julio último: Me pide un acto público de sumisión "al Concilio, a las reformas pos­conciliares y a las orientaciones que compro­meten al propio Papa".

Una segunda carta del Papa, recibida el 10 de septiembre, pide urgente respuesta a la primera carta.

Esta vez, sin desearlo, por no tener como meta sino servir a la Iglesia en la humilde y muy consoladora tarea de dar verdaderos sacerdotes entregados a su servicio, estába­mos enfrentados con las autoridades de la Iglesia hasta su más alta cima aquí abajo, el Papa. He respondido pues al Santo Padre, afirmando nuestra sumisión al sucesor de Pedro en su función esencial, que es la de trasmitirnos fielmente el depósito de la fe.

Si se consideran los hechos en su aspecto puramente material, se trata de poca cosa: la supresión de una Fraternidad apenas na­cida que no cuenta sino algunas decenas de miembros, el cierre de un seminario, muy poca cosa en realidad, y que no merece pre­ocuparse por ello.

Por el contrario, si se presta atención por un momento a las reacciones provocadas en los medios católicos e incluso protestantes, ortodoxos y ateos, y  esto en el mundo entero; a los innumerables artículos de la prensa mundial, reacciones de entusiasmo y de ver­dadera esperanza, reacciones de despecho y de oposición, reacciones de simple curiosi­dad, no podemos impedirnos pensar, inclu­so si lo lamentamos, que Ecône plantea un problema que supera en mucho las modestas dimensiones de la Fraternidad y del semina­rio, un problema profundo, ineluctable, que no se puede descartar con un revés de la mano, que no se puede resolver por una or­den formal, de cualquier autoridad que pro­venga. Porque el problema de Ecône es el de miles y millones de conciencias cristianas des­garradas, divididas, perturbadas desde hace diez años por este dilema martirizante: u obedecer a riesgo de perder la fe, o desobe­decer y guardar su fe intacta; u obedecer y colaborar en la destrucción de la Iglesia, o desobedecer y trabajar en la preservación y la continuación de la Iglesia; o aceptar a la Iglesia reformada y liberal, o mantener su pertenencia a la Iglesia católica.

Y es porque Ecône está en el corazón de este problema crucial que muy pocas veces se planteó a las conciencias católicas con esta amplitud y con esta gravedad, por lo que tan­ tas miradas están vueltas  hacia  esta que resueltamente ha escogido la opción de pertenencia a la Iglesia de siempre y rehúsa la pertenencia a la Iglesia reformada y li­beral.

Y he aquí que la Iglesia, por sus repre­sentantes oficiales, toma posición contra esta opción de Ecône, condenando así públicamente la formación tradicional del sacerdote, en nombre del Concilio Vaticano II, en nombre de las reformas posconciliares y en nombre de las orientaciones posconciliares que comprometen al Papa.

¿Cómo explicar esta oposición a la Tradi­ción en nombre de un Concilio y de su apli­cación? ¿Puede uno razonablemente y debe realmente oponerse a un Concilio y a sus re­formas? ¿Puede uno, por añadidura, y debe oponerse a las órdenes de la jerarquía que intima seguir al Concilio y a todas las orien­taciones posconciliares oficiales?

He aquí el grave problema que, hoy, des­pués de diez años posconciliares se plantea a nuestra conciencia en ocasión de la conde­nación de Ecône.

Es imposible responder prudentemente a estas preguntas sin hacer una rápida expo­sición de la historia del liberalismo y del catolicismo liberal en el curso de los últimos siglos. No se puede explicar el presente sino por el pasado.



Principios del liberalismo

Por empezar, definamos en pocas palabras el liberalismo, cuyo ejemplo histórico más tí­pico es el protestantismo. El liberalismo pre­tende liberar al hombre de toda coacción no querida o aceptada por él mismo.

Primera liberación: la que libera a la in­teligencia de toda verdad objetiva impuesta. La Verdad debe ser aceptada diferente según los individuos o los grupos de individuos; es pues necesariamente compartida. La Verdad se hace y se busca sin fin. Nadie puede pretender tenerla exclusivamente y en su integridad. Se comprende en qué medida es esto contrario a Nuestro Señor Jesucristo y a su Iglesia.

Segunda liberación: la de la fe que nos impone dogmas, formulados de manera de­finitiva y a los que la inteligencia y la volun­tad deben someterse. Los dogmas, según el liberal, deben ser sometidos a la criba de la razón y de la ciencia y esto de una mane­ra constante, habida cuenta de los progresos científicos. Es pues imposible admitir una verdad revelada definida para siempre. Se notará la oposición de este principio a la Revelación de Nuestro Señor y a Su divina autoridad.

En fin, tercera liberación, la de la ley. La ley, según el liberal, limita la libertad y le impone una coacción primero moral y por fin física. La ley y sus coacciones van en contra de la dignidad humana y de la con­ciencia. La conciencia es la ley suprema. El liberal confunde Libertad y Licencia. Nues­tro Señor Jesucristo es la Ley viva, por ser el Verbo de Dios; esto dará entonces la me­dida de cuán profunda es la oposición del liberal a Nuestro Señor.



Consecuencias del liberalismo

Los principios liberales tienen por conse­cuencia destruir la filosofía del ser y rehusar toda definición de los seres para encerrarse en el nominalismo o el existencialismo y el evolucionismo.  Todo está sujeto a la muta­ción, al cambio.

Una segunda consecuencia igualmente gra­ve, si no más, es la negación de lo sobrena­tural, por ende del pecado original, de la jus­tificación por la gracia, del verdadero motivo de la Encarnación, del sacrificio de la Cruz, de la Iglesia, del Sacerdocio. Todo es falsea­do en la obra cumplida por Nuestro Señor; y eso se traduce en una visión protestante de la Liturgia del Sacrificio de la Misa y de los Sacramentos, que ya no tienen por objeto la aplicación de la Redención a las almas, a cada alma, a fin de comunicarle la gracia de la vida divina y prepararla a la vida eterna, por la pertenencia al cuerpo místico de Nuestro Señor, sino que tienen en adelante por centro y motivo la pertenencia a una comunidad humana de carácter religioso. Toda la Refor­ma litúrgica se resiente de esta orientación.

Otra consecuencia: la negación de toda autoridad personal, participación en la auto­ridad de Dios. La dignidad humana pide que el hombre no sea sometido sino a lo que él consiente. Puesto que una autoridad es in­dispensable para la vida de la sociedad, él no aceptará sino la autoridad admitida por una mayoría, porque representa la delegación de la autoridad de los individuos más nu­merosos a una persona o a un grupo desig­nado, siendo esta autoridad siempre única­mente delegada.

Ahora bien, estos principios y sus conse­cuencias, que exigen la libertad de pensamiento, la libertad de enseñanza, la libertad de conciencia, la libertad de elegir su religión esas falsas libertades que suponen la laicidad del Estado, la separación de la Iglesia y del Estado, han sido, desde el Concilio de Trento, condenadas sin cesar por los suceso­res de Pedro, y por empezar por el propio Concilio de Trento.



Condenación del liberalismo por 
el Magisterio de la iglesia

Fue la oposición de la Iglesia al liberalis­mo protestante lo que provocó el Concilio de Trento, de donde la considerable impor­tancia de ese Concilio dogmático para la lu­cha contra los errores liberales, para la de­fensa de la Verdad, de la Fe, en particular mediante la codificación de la Liturgia del Sacrificio de la Misa y de los sacramentos y mediante las definiciones concernientes a la justificación por la gracia.

Enumeremos algunos documentos entre los más importantes que completaron esta doc­trina del Concilio de Trento, confirmándola:

—La Bula Auctorem fidei de Pío VI contra el Concilio de Pistoya.

—La encíclica Mirari vos de Gregorio XVI contra Lamennais.

—La encíclica Quanta Cura y el Syllabus de Pío IX.

—La encíclica Immortale Dei de León XIII condenando el derecho nuevo.

—Las Actas de san Pío X contra el Sillon y el modernismo, y especialmente el decreto Lamentabili y el juramento antimodernista.

—La encíclica Divini Redemptoris del papa Pío XI contra el comunismo.

—La encíclica Humani Generis del papa Pío XII.

Así pues el liberalismo y el catolicismo li­beral fueron siempre condenados por ios su­cesores de Pedro en nombre del Evangelio y de la Tradición apostólica.

Esta conclusión evidente es de una impor­tancia primordial  para  determinar  nuestra actitud y manifestar nuestra unión indefec­tible al Magisterio de la Iglesia y a los suce­sores de Pedro. Nadie más que nosotros está unido al sucesor de Pedro hoy reinante, cuan­do se hace eco de las Tradiciones apostólicas y de las enseñanzas de todos sus predece­sores.   Porque  es  la  definición  misma  del sucesor de Pedro el conservar el depósito y trasmitirlo fielmente.   He aquí lo  que pro­clama el papa Pío IX a este respecto en Pas­tor aeternus: “El Espíritu Santo no ha, sido en efecto prometido a los sucesores de Pedro para permitirles publicar, según sus revela­ciones, una doctrina nueva, sino para guar­dar estrictamente y  exponer fielmente  con su asistencia las revelaciones trasmitidas por los apóstoles, es decir el depósito de la fe".



Influencia del liberalismo en el Concilio Vaticano II

Llegamos ahora al asunto que nos preocu­pa: ¿cómo explicar que uno pueda, en nom­bre del Concilio Vaticano II, oponerse a Tra­diciones seculares y apostólicas, implicando así al propio Sacerdocio católico y a su acto esencial, el Santo Sacrificio de la Misa?

Un grave y trágico equívoco pesa sobre el Concilio Vaticano II, presentado por los pa­pas mismos en términos que lo han favore­cido: Concilio del "aggiornamento", de la "puesta al día" de la Iglesia, Concilio pasto­ral, no dogmático, como de nuevo acaba de llamarlo el Papa, hace un mes.

Esta presentación, en la situación de la Iglesia y del mundo en 1982, presentaba in­mensos peligros a los que el Concilio no logró escapar. Era fácil traducir estas palabras de tal manera que los errores liberales se intro­dujeran ampliamente en el Concilio. Una minoría liberal de los padres del Concilio, y sobre todo entre los cardenales, fue muy activa, muy organizada, muy apoyada por una pléyade de teólogos modernistas y por muchos secretariados. Que se piense en la enorme producción de impresos del IDOC subvencionada por las Conferencias episco­pales alemana y holandesa.

Les fue fácil pedir insistentemente la adaptación de la Iglesia al hombre moderno, es decir, al hombre que quiere liberarse de todo; y presentar a la Iglesia como inadap­tada, impotente, echando la culpa en el pe­cho de los predecesores. La Iglesia es pre­sentada tan culpable de las divisiones de antaño como los protestantes y los ortodoxos. Debe pedir perdón a los protestantes pre­sentes.

La Iglesia de la Tradición es culpable por sus riquezas, por su triunfalismo; los padres del Concilio se sienten culpables por estar fuera del mundo, por no ser del mundo; se avergüenzan ya de sus insignias episcopales, muy pronto de sus sotanas.

Este ambiente de liberación alcanzará muy pronto a todos los campos y se reflejará en el espíritu colegiado donde quedará velada la vergüenza que se siente de ejercer una auto­ridad personal tan contraria al espíritu del hombre moderno, digamos del hombre libe­ral. El Papa y los obispos ejercerán su auto­ridad colegialmente en los sínodos, las con­ferencias episcopales, los consejos presbiteriales. En fin, la Iglesia se abre a los princi­pios del mundo moderno.

La liturgia también será liberalizada, adap­tada, sometida a las experimentaciones de las conferencias episcopales.

¡La libertad religiosa, el ecumenismo, la investigación teológica, la revisión del de­recho canónico atenuarán el triunfalismo de una Iglesia que se proclamaba única arca de salvación! La Verdad se encuentra compar­tida en todas las religiones, una búsqueda común hará avanzar la comunidad religiosa universal alrededor de la Iglesia.

Los protestantes en Ginebra —Marsaudon en su libro El ecumenismo visto por un franc­masón—, los liberales como Pesquet, triun­fan. ¡Por fin desaparecerá la era de los Es­tados católicos! ¡El derecho común para to­das las religiones! ¡"La Iglesia libre en el Es­tado libre", la fórmula de Lamennais! ¡Así es, la Iglesia adaptada al mundo moderno! ¡El derecho público de la Iglesia y todos los do­cumentos citados anteriormente se convier­ten en piezas de museo destinadas a tiem­pos perimidos! Lean al principio del esque­ma sobre "la Iglesia en el mundo" la descripción de los tiempos modernos en mutación, lean las conclusiones, son del más puro li­beralismo. Lean el esquema sobre la "liber­tad religiosa" y compárenlo con la encíclica Mirari Vos de Gregorio XVI, con Quanta Cura de Pío IX, y podrán comprobar la contra­dicción casi palabra por palabra.

Decir que las ideas liberales no influencia­ron el Concilio Vaticano II es negar la evi­dencia. La crítica interna y la crítica exter­na lo prueban abundantemente.



Influencia del liberalismo en las reformas
 y orientaciones posconciliares

Y si pasamos del "concilio" a las "refor­mas" y a las "orientaciones", la prueba es deslumbrante. Ahora bien, fijémonos bien que en las cartas de Roma que nos piden un acto público de sumisión, las tres cosas son presentadas siempre como indisolublemente unidas. Se equivocan pues seriamente los que hablan de una mala interpretación del Con­cilio, como si el Concilio en sí mismo fuera perfecto y no pudiera ser interpretado según las reformas y las orientaciones.

Las reformas y orientaciones oficiales pos­conciliares manifiestan con más evidencia que cualquier otro escrito la interpretación ofi­cial y querida del Concilio.

Ahora bien, aquí, no tenemos necesidad de extendernos: los hechos hablan por sí mis­mos y son elocuentes, ay, muy tristemente.

¿Qué ha quedado intacto de la Iglesia preconciliar?  ¿Por dónde no ha pasado la autodemolición?   Catequesis, seminarios, congre­gaciones religiosas, liturgia de la Misa y de los sacramentos, constitución de la Iglesia, concepción del Sacerdocio.  Las concepciones liberales todo lo han asolado y llevan a la Iglesia más allá de las concepciones del pro­testantismo, ante la estupefacción de los pro­testantes y la reprobación de los ortodoxos. Una de las más espantosas comprobacio­nes de la aplicación de esos principios libe­rales es la apertura a todos los errores y es­pecialmente al más monstruoso jamás salido del espíritu de Satanás:   el comunismo.   El comunismo tiene sus entradas oficiales en el Vaticano y su revolución mundial se ve sin­gularmente facilitada por la no  resistencia oficial de la Iglesia, mucho más, por frecuen­tes apoyos a la revolución, a pesar  de las desesperadas advertencias de los cardenales que han sufrido las cárceles comunistas.

La negativa de este Concilio pastoral a con­denar oficialmente al comunismo es por sí sola suficiente para cubrirlo de vergüenza ante toda la historia, cuando se piensa en las decenas de millones de mártires, en los indi­viduos despersonalizados científicamente en los hospitales psiquiátricos, sirviendo de co­bayos para cualquier experimento. Y el Con­cilio pastoral que reunía a 2.350 obispos se calló, pese a las 450 firmas de los Padres que pedían esa condenación, que yo perso­nalmente entregué a monseñor Felici, secre­tario del Concilio, en compañía de monseñor Sigaud, arzobispo de Diamantina.

¿Es preciso llevar más lejos el análisis pa­ra llegar a la conclusión? Me parece que estas líneas bastan para que uno se pueda negar a seguir este Concilio, estas reformas, estas orientaciones en todo lo que tienen de liberal y de neomodernista.

Queremos responder a la objeción que no dejarán de hacernos respecto de la obedien­cia, respecto de la jurisdicción de aquéllos que quieren imponernos esta orientación li­beral. Nosotros respondemos: en la Iglesia, el derecho y la jurisdicción están al servicio de la fe, finalidad primera de la Iglesia. No existe ningún derecho, ninguna jurisdicción que pueda imponernos una disminución de nuestra Fe.

Aceptamos esa jurisdicción y ese derecho cuando están al servicio de la Fe. ¿Pero quién puede juzgar sobre esto? La Tradición, la Fe enseñada desde hace dos mil años. To­do fiel puede y debe oponerse a quienquiera en la Iglesia toque a su fe, la fe de la Iglesia de siempre, apoyado en el catecismo de su infancia.

Defender su fe es el primer deber de todo cristiano, con mayor razón de todo sacerdote y de todo obispo. En el caso de cualquier orden que comporte un peligro de corrup­ción de la fe y de las costumbres, la "desobe­diencia" es un deber grave.

Es porque estimamos que nuestra fe está en peligro por las reformas y las orientacio­nes posconciliares que tenemos el deber de "desobedecer" y guardar las Tradiciones. Es el mayor servicio que podemos prestar a la Iglesia católica, al sucesor de Pedro, a la sal­vación de las almas y de nuestra alma, el de rechazar la Iglesia reformada y liberal, por­que creemos  en Nuestro  Señor Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre, que no es ni li­beral, ni reformable.

Otra última objeción: el Concilio es un concilio como los demás. Por su ecumenicidad y su convocación, sí; por su objeto, y es esto lo esencial, no. Un concilio no dogmático puede no ser infalible; sólo lo es en cuanto repite verdades dogmáticas tradicionales.

¿Cómo justifican ustedes su actitud res­pecto del Papa?

Nosotros somos los más ardientes defen­sores de su autoridad como sucesor de Pe­dro, pero regulamos nuestra actitud según la palabra de Pío IX antes citada. Aplaudimos al Papa eco de la Tradición y fiel a la trans­misión del depósito de la Fe. Aceptamos las novedades íntimamente conformes a la Tra­dición y a la Fe. No nos sentimos ligados por la obediencia a novedades que van contra la Tradición y amenazan nuestra Fe. En este caso,, nos alineamos tras los documentos pon­tificios citados antes.

No vemos, en conciencia, cómo un cató­lico fiel, sacerdote u obispo, pueda tener otra actitud ante la dolorosa crisis que atraviesa la Iglesia. "Nihil innovetur nisi quod traditum est" —que no se innove nada sino que se transmita la Tradición.

¡Que Jesús y María nos ayuden a seguir siendo fieles a nuestros compromisos episco­pales!   "No digáis verdad a lo que es falso, no digáis bueno a lo que es malo".  Esto es lo que nos fue dicho en nuestra consagración.

A este documento agrego unas líneas para informarles de la vida de la obra.

Hemos tenido doce salidas al final del año escolar, algunas de las cuales debidas a los reiterados ataques de la jerarquía. Otros diez fueron llamados al servicio militar. Por ti contrario, tendremos una entrada de veinti­cinco en Ecône y de cinco en Weissbad en el cantón de Appenzell, y de seis también en Armada, en los Estados Unidos.

Por otra parte, tenemos cinco postulantes para hermanos y ocho postulantas religiosas. Es decir que la juventud, por su sentido de la Fe, sabe dónde encontrar las fuentes de las gracias necesarias a su vocación.   Prepa­ramos el porvenir: en los Estados Unidos, por la construcción de una capilla en Armada y de dieciocho habitaciones para los semina­ristas; en Inglaterra, por la compra de una casa más amplia para los cuatro sacerdotes que dispensan la verdadera doctrina, el ver­dadero sacrificio y los sacramentos. En Fran­cia, hemos adquirido el primer priorato, en Saint-Michel-en-Brenne.   Esos prioratos,  que constan de una casa para los sacerdotes y los hermanos, otra para las hermanas y una casa de veinticinco a treinta habitaciones pa­ra los ejercicios  espirituales,  serán fuentes de vida de oración, de santificación para los fieles, para los sacerdotes, y centros misione­ros.   En Suiza, en Weissbad,  una sociedad San  Carlos  Borromeo pone  habitaciones  a nuestra disposición en un inmueble alquilado en el cual se han organizado cursos privados para los estudiantes de habla alemana.

Por eso contamos con el apoyo de las ora­ciones de ustedes y de su generosidad a fin de proseguir, a pesar de las pruebas, esta formación sacerdotal indispensable a la vida de la Iglesia. No es la Iglesia ni el sucesor de Pedro los que nos golpean, sino unos hom­bres de Iglesia imbuidos de los errores libe­rales que ocupan posiciones elevadas en la Iglesia y aprovechan de su poder para hacer desaparecer el pasado de la Iglesia e instau­rar una nueva Iglesia que ya no tiene nada de católica.

Es preciso pues que salvemos a la verda­dera Iglesia y al sucesor de Pedro de este asalto diabólico que hace pensar en las pro­fecías del Apocalipsis.

Recemos sin cesar a la Virgen María, a san José, a los santos ángeles, a san Pío X, para que vengan en nuestra ayuda para que la Fe católica triunfe de los errores. Mantengá­monos unidos en esta Fe, evitemos la discu­sión, amémonos unos a otros, recemos por aquéllos que nos persiguen y devolvamos bien por mal.

Y que Dios los bendiga.


·         Carta nº 9, hecha pública en octubre de 1975.