Monseñor Marcel Lefebvre |
CAPÍTULO
VI
DE LA
MISA Y DEL SACERDOCIO CATÓLICO*
Mis
queridísimos hermanos:
Siento
no poder hablarles en su lengua, pero ustedes tienen un intérprete en la
persona de este seminarista que me acompaña y que acostumbra traducir mis
palabras.
Agradezco
al doctor Steinhart que ha tenido a bien preparar esta peregrinación y
agradezco igualmente a los queridos reverendos padres que quisieron recibirme.
Por cierto que nos sentiríamos felices de celebrar el Santo Sacrificio de la
misa con ustedes, pero Dios nos pide este pequeño sacrificio para adorarlo en
Su Santísimo Sacramento. Pediremos a la Santísima Virgen María adorarlo con
todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con todas nuestras fuerzas, porque
si existe hoy en día un sentimiento que corre el riesgo de desaparecer del
corazón de los hombres, es en verdad el de la adoración. Adorar a
Nuestro Señor Jesucristo. He aquí lo que
haremos durante esta hora de oración, durante esta hora de adoración. ¿Por qué
rezaremos sobre todo? Rezaremos a la Santísima Virgen María en este santuario
[en Mariazell, santuario nacional austríaco], que ustedes aman y que es el corazón
de Austria, en este santuario donde muy recientemente fue enterrado el eminente
cardenal Mindszenty, que es para nosotros una imagen de la fe que se opone a
todos los enemigos de la Iglesia y de todos los que quieren arrancar de
nuestros corazones esta fe que es para nosotros la prenda de la vida eterna y
sin la que un cristiano católico no puede vivir. Pediremos entonces también,
por la intercesión del cardenal Mindszenty, a la Santísima Virgen María que
aumente hoy nuestra fe en nuestros corazones y en nuestras almas, y que seamos
verdaderamente de aquéllos que están apegados al Credo de la Iglesia católica y
al sacerdocio católico.
La Santísima Virgen María es
primero y antes que todo la madre del Sacerdote eterno. Nuestro Señor
Jesucristo fue esencialmente sacerdote para la eternidad, sacerdote según el
orden de Melquisedec. Toda la vida de Nuestro Señor Jesucristo, toda Su razón
de ser fue ofrecer el Sacrificio de la Cruz, ofrecerse en la cruz. Ése fue el objetivo
de la vida de Nuestro Señor Jesucristo. Toda su vida Nuestro Señor Jesucristo
estuvo obsesionado por el deseo de subir a la Cruz. ¿Cuántas veces dijo Nuestro
Señor: "Todavía mi hora no ha llegado". "Mi hora llega",
"Llegó mi hora"? ¿Por qué? Porque la hora, de Nuestro Señor
Jesucristo, era la hora de Su sacrificio. Cuando subió a la
Cruz y ofreció Su sacrificio, Él mismo dijo "todo está consumado —consummatum
est—". Yo he hecho Mi obra. He realizado Mi deseo, Yo he realizado
aquello para lo que he venido a la tierra: ofrecer Mi sacrificio a Dios para
la redención de los pecados del mundo. Es para esto que vino Nuestro Señor, y
esto es lo que nos enseña la Santísima Virgen María. Porque la Virgen María no
es otra cosa que el espejo de Nuestro Señor Jesucristo. En Su corazón no existe
ningún otro nombre inscrito, sólo el nombre de Jesús y Jesús crucificado. La
Santísima Virgen María lo acompañó a todas partes hasta el sacrificio de la
cruz. Estaba ahí presente como para enseñarnos que lo que Ella tenía de más
querido era acompañar a Nuestro Señor al calvario, al sacrificio de la cruz.
Esto es pues hoy lo que Ella
nos enseña de una manera muy particular, como siempre: amar el sacrificio de
la Cruz; ver en Nuestro Señor Jesucristo a Nuestro Señor Jesucristo
crucificado. Y por consiguiente, debemos tener ese deseo, nosotros también, de
participar en el sacrificio de Nuestro Señor, de unirnos al sacrificio de la
cruz, a fin de ser verdaderamente unos cristianos que se ofrecen con Nuestro
Señor, que se unen a Él en su Sacrificio como víctimas con Él. Eso es lo que es
el verdadero cristiano. Eso es el católico.
Me parece que la Virgen María
que se encuentra al lado de la cruz, Nuestra Señora de la Compasión, Nuestra
Señora correden-tora, nos invita a cada uno de nosotros, a cada una de las
creaturas humanas que nacerán en este mundo.
En cierta forma nos toma de la
mano para conducirnos al calvario, para hacernos participar en los méritos de
Nuestro Señor Jesucristo. ¿Cómo nos haría participar en los méritos de su divino
hijo para la redención de nuestros pecados? Por los sacerdotes. Nuestro Señor
ha querido que participáramos en el sacrificio de la cruz, que recibiéramos Sus
méritos, que nuestras almas sean lavadas de nuestros pecados por Su sacrificio
continuado por Sus sacerdotes. Cuando en la última cena les dijo: "Hagan —hagan—
esto en memoria mía, —hoc facite in meam commemorationem", Nuestro
Señor no dijo: cuenten el relato de mi cena, acuérdense de mi sacrificio. Dijo:
facite —hagan ese sacrificio. Reproduzcan ese sacrificio, continúen Mi
sacrificio. "Hoc facite in meam commemorationem". Y aquí
tenemos toda la diferencia que hay entre la doctrina católica tal como siempre
nos fue enseñada y la doctrina protestante. Los protestantes olvidan, no quieren
reconocer, que Nuestro Señor dijo: "hoc facite —hagan— esto en
memoria mía". Ellos dicen simplemente: "in meam
commemorationem", acuérdense de mí. Es esto lo que dicen los que no
continúan el sacrificio de Nuestro Señor Jesucristo. La Santísima Virgen María
nos enseña, con los apóstoles, con Nuestro Señor, que debemos ir al altar con
el sacerdote para ofrecer el Santo Sacrificio de la misa y que por la mano o
por la boca del sacerdote, Nuestro Señor vuelve verdaderamente al altar como
víctima presente en la Santa Eucaristía. Es a los apóstoles a quienes dijo
"hoc facite". Tenemos pues que pedir a la Santísima Virgen María el
tener una fe profunda en el Santo Sacrificio del altar.
La Iglesia no puede
prescindir del sacrificio del altar. Vean qué bellas iglesias han sido
construidas. Hace un rato el reverendo padre abad me decía que esta iglesia, o
por lo menos el origen de esta iglesia, remonta a principios del siglo ix.
Cuántas generaciones han venido a esta iglesia de Mariazell para rezar y
ofrecer el Santo Sacrificio de la misa, para participar en. el Sacrificio de la
misa ofrecida por los sacerdotes. Es la vida de la Iglesia, el altar, el altar
del Santo Sacrificio de la misa.
Tenemos pues que tener una
fe profunda en la acción que se produce sobre el altar por medio de la boca del
sacerdote. Cuando el sacerdote pronuncia las palabras de la Consagración,
Nuestro Señor, como en la cruz, vuelve al altar para ofrecer su Sacrificio que
se continúa para la remisión de nuestros pecados. Esto es el corazón de la
misa, esto es lo que nos enseña la Santísima Virgen María, esto es lo que nos
enseñan los apóstoles.
Ustedes aprendieron en su
catecismo que el sacrificio del altar es un verdadero sacrificio y que sólo
difiere del sacrificio de la cruz en que el sacrificio de la cruz es cruento y
el sacrificio de la misa es incruento. Es la única diferencia que existe entre
el sacrificio de la cruz y el sacrificio del altar. Es por esto que veneramos
el sacrificio del altar. Todo está allí en la doctrina católica. Todo está
reunido a la vez en esta pequeña y esta inmensa realidad del Sacrificio de la
misa. Porque si hay un sacrificio, la víctima tiene que estar presente. No hay
sacrificio si no hay víctima presente. Así pues Nuestro Señor tiene que estar
presente porque Él se ofrece en sacrificio. Y no digamos entonces que el
Sacrificio de la misa es muy sencillamente una comida conmemorativa, una comida
recuerdo, un simple recuerdo de lo que Nuestro Señor hizo en la cena. Todo esto
es una blasfemia contra la doctrina de la Iglesia, contra lo que' Nuestro Señor
Jesucristo hizo y lo que Él quiso hacer.
Todo esto arruina el
sacerdocio. El sacerdote no es sólo el presidente de una comida conmemorativa,
no es sólo el que preside la mesa de la comida. El sacerdote es el sacrificador.
El sacerdote es el que hace descender sobre el altar a la víctima presente,
realmente presente en el altar. Entonces ven ustedes toda la grandeza del
sacerdote que necesita de un carácter para ofrecer el sacrificio, que necesita
estar marcado en su alma para siempre, para la eternidad, para ofrecer ese
sacrificio, que debe conservar la virginidad, el celibato, porque es para él
una cosa extraordinaria: hacer venir a Dios, del Cielo a la tierra, hacer venir
a Nuestro Señor Jesucristo a la Santa Eucaristía, por sus palabras, por sus
labios. Entonces se comprende que el sacerdote sea virgen, que el sacerdote
no se case, que sea virgen como la Virgen María. Es por esto que el sacerdote
es célibe y no porque esté muy ocupado con las preocupaciones de su apostolado.
Toda la grandeza del Sacrificio de la misa viene precisamente de que es un
sacrificio real, como el sacrificio del Calvario.
Esto es lo que siempre
creyeron nuestros antepasados, lo que siempre creyó la Iglesia. No podemos
variar ni un ápice de esta fe. Si variamos, si cambiamos las fórmulas, si ahora
decimos: ofrecemos una eucaristía, hacemos una comida eucarística, hacemos una
cena, nos volvemos protestantes. Y perdemos toda la realidad de la Iglesia
católica que reposa sobre esta verdad. No hay más Iglesia católica si no hay
más Sacrificio de la misa. No hay más Iglesia católica si no hay un sacerdote
que tenga carácter para ofrecer el Santo Sacrificio.
He aquí por qué fueron
construidas estas bellas iglesias. No es para una comida eucarística. Es la fe
de los fieles la que hizo construir esas magníficas basílicas en el mundo
entero para el sacrificio de Nuestro Señor que debe continuarse sobre el altar
y para la presencia de la Divina Víctima con la cual participamos en la santa comunión
y con la cual nos ofrecemos. Ésta es la realidad del sacrificio de la misa.
Ésta es la realidad del sacerdocio.
Es también por esto que los
fieles tienen que tener un inmenso respeto por el altar de Dios donde se ofrece
el sacrificio. Y tienen que tener ese respeto por la eucaristía donde se
encuentra verdadera, real y sustancialmen-te el Cuerpo y la Sangre de Nuestro
Señor Jesucristo. Nunca seremos lo bastante respetuosos, nunca adoraremos con
un corazón suficientemente respetuoso a la Santa Eucaristía.
Y es por ello que era
costumbre en la Iglesia desde hace siglos y siglos arrodillarse para
recibir la Santa
Eucaristía, Es prosternados en
tierra como deberíamos recibir la Santa Eucaristía, y no de pie. ¿Somos acaso
los iguales de Nuestro Señor Jesucristo?
¿No es acaso Él quien vendrá sobre las nubes del Cielo para juzgarnos?
¿Acaso cuando veamos a Nuestro Señor
Jesucristo no haremos como los apóstoles en el monte Ta-bor, que se
prosternaron en tierra de espanto y de admiración ante la grandeza y el esplendor
de Nuestro Señor Jesucristo? ¿No es la
vergüenza de nuestra época pensar que faltamos el respeto a Nuestro Señor
Jesucristo? Guardemos en nuestro corazón, en nuestra alma, ese espíritu de
adoración, ese espíritu de respeto profundo, para Aquél que nos creó, para Aquél que nos redimió,
para Aquél que murió en la cruz por nuestros pecados. Ahora bien, ¿qué
comprobamos desde hace diez años que terminó el Concilio? Nos vemos obligados a comprobar, no podemos
cerrar los ojos, y no debemos cerrar los ojos a las tristes realidades de
nuestra época, en la que los sacerdotes mismos pierden la fe en su sacerdocio y
ya no saben qué es el Sacrificio de la misa.
En la que incluso sacerdotes abandonan su sacerdocio. Los seminarios se vacían. ¿Por qué?
¿Por qué ya no hay más vocaciones?
Porque ya no se sabe qué es el Sacrificio de la misa. En consecuencia, ya no se puede definir al
sacerdote. Allí donde se define el Sacrificio de la misa, donde se lo conoce,
donde se lo estima como la Iglesia siempre lo ha enseñado, las vocaciones son
numerosas.
De esto tengo el testimonio
en mi propio seminario. No hago nada más que reafirmar las verdades que la
Iglesia siempre ha afirmado. Entonces esos jóvenes se sienten atraídos por el
altar, por el Sacrificio de la misa. Qué gracia extraordinaria para un joven subir
al altar como ministro de Nuestro Señor, ser otro Cristo, ofrecer el mismo
sacrificio que ofreció Nuestro Señor. Nada más hermoso, nada más grande aquí
abajo. Vale la pena subir al altar; abandonar su familia, dejar el mundo para
subir al altar. Pero si ya esto no existe, entonces ya no existe una razón para
las vocaciones. Y es por esto que los seminarios están vacíos. Que se vuelva a
las verdaderas nociones de la fe y existirán vocaciones, pero si se abandonan
esas nociones de la fe, si se continúa en la línea en la cual la Iglesia se ha
internado desde hace diez años, muy pronto todos los seminarios estarán en
venta y todas las congregaciones religiosas se habrán aniquilado.
Porque, ¿en qué reside la grandeza
y la hermosura de un religioso y de una religiosa? Reside en ofrecerse como
víctima en el altar con Nuestro Señor Jesucristo. Esto es la vida de una
religiosa y de un religioso. Si en su espíritu no tienen ya este significado de
"me ofrezco públicamente en la Iglesia como víctima con Nuestro Señor,
toda mi vida es ofrecida con Nuestro Señor", entonces la vida religiosa
ya no tiene ningún sentido. Y es por esto que ya no hay más vocaciones religiosas.
Que se vuelva acá a este espíritu de víctima, de sacrificio, de unión con
Nuestro Señor Jesucristo en el altar, y entonces las vocaciones reflorecerán y
se volverán numerosas. Existen vocaciones, los jóvenes desean entregarse y son
tan generosos en nuestra época como en otras épocas. Pero que les den cosas
verdaderas, cosas reales, lo que la Iglesia siempre dio, y entonces las
vocaciones reflorecerán.
Ay, cómo quisiera, mis
queridísimos hermanos, que comprendieran por qué nuestro seminario de Ecône está lleno de vocaciones, por qué esos jóvenes
vienen a nosotros: para continuar la Iglesia católica, no por otro motivo. Y no
para volverse protestantes. Nos negamos a volvernos protestantes, a ser modernistas,
a ser progresistas, en la medida en que estas cosas son contrarias a Nuestra
verdad católica, en la medida en que estas cosas han sido condenadas por los
papas durante siglos y siglos. ¡Nosotros las rechazamos! Queremos seguir
siendo católicos. Queremos seminarios y sacerdotes católicos, no otra cosa.
Ahora bien, querrían prohibirnos formar sacerdotes católicos, tener seminarios
católicos. Estos jóvenes, si los envío a otros seminarios, corren el riesgo de
perder la fe, y no solamente la fe sino las costumbres. Por ello conservo una
profunda fe en la Santa Providencia. Dios no puede abandonar a Su Iglesia.
Nuestro Señor quiere
sacerdotes católicos tal como Él mismo los ha hecho. El Papa no puede no querer
sacerdotes católicos. La Iglesia no puede no querer sacerdotes católicos. Es
por esto que estoy persuadido de que permanecemos profundamente unidos a
nuestro Santo Padre el Papa y a la Iglesia. Lo que la Iglesia quiso durante
veinte siglos el Papa no puede no quererlo. Es imposible. Por lo tanto, es
totalmente falso decir que nos arriesgamos a convertirnos en una secta o a
estar en el cisma. Muy lejos de eso, nosotros somos los que estamos más unidos
a nuestro Santo Padre el Papa y a la Iglesia católica.
Pediremos pues a la Santísima
Virgen María que cuide el sacerdocio católico y haga de tal manera que éste
continúe. Le pediremos pues que dé numerosas gracias de vocaciones y de apego
a la Iglesia católica entre los jóvenes que desean hacerse sacerdotes.
Rezaremos pues durante este rosario por la Iglesia, por nuestro Santo Padre el
Papa, para que los seminarios vuelvan a ser semilleros de sacerdotes
católicos, para que los religiosos y las religiosas vuelvan a encontrar el
camino de la verdad y para que las congregaciones religiosas reflorezcan de nuevo
y encuentren otra vez la fe de la Tradición, la fe que fue enseñada durante
veinte siglos.
Esto es lo que pediremos a
la Santísima Virgen en el curso de esta oración, porque ustedes necesitan
sacerdotes, muchos sacerdotes, santos sacerdotes. Esto es lo que ustedes
ciertamente desean, para lo cual hoy, reunidos todos juntos alrededor de
Nuestra Señora de Mariazell, rezaremos. Que Dios les acuerde la gracia de tener
siempre sacerdotes, santos sacerdotes. En el nombre del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo, ¡amén!
* Alocución dada en Mariazell, el 8 de
septiembre de 1975.