lunes, 10 de marzo de 2014

LA IGLESIA NUEVA (7)

Por Mons. Marcel Lefebvre

Monseñor Marcel Lefebvre


CAPÍTULO VI




DE LA MISA Y DEL SACERDOCIO  CATÓLICO*




Mis queridísimos hermanos:

Siento no poder hablarles en su lengua, pero ustedes tienen un intérprete en la persona de este seminarista que me acompaña y que acostumbra traducir mis palabras.

Agradezco al doctor Steinhart que ha tenido a bien preparar esta peregrinación y agradezco igualmente a los queridos reverendos padres que quisieron recibirme. Por cierto que nos sentiríamos felices de celebrar el Santo Sacrificio de la misa con ustedes, pero Dios nos pide este pequeño sacrificio para adorarlo en Su Santísimo Sacramento. Pediremos a la Santísima Virgen María adorarlo con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con todas nuestras fuerzas, porque si existe hoy en día un sentimiento que corre el riesgo de desaparecer del corazón de los hombres, es en verdad el de la adoración.   Adorar  a Nuestro  Señor  Jesucristo. He aquí lo que haremos durante esta hora de oración, durante esta hora de ado­ración. ¿Por qué rezaremos sobre todo? Re­zaremos a la Santísima Virgen María en este santuario [en Mariazell, santuario nacional austríaco], que ustedes aman y que es el co­razón de Austria, en este santuario donde muy recientemente fue enterrado el eminente cardenal Mindszenty, que es para nosotros una imagen de la fe que se opone a todos los enemigos de la Iglesia y de todos los que quieren arrancar de nuestros corazones esta fe que es para nosotros la prenda de la vida eterna y sin la que un cristiano católico no puede vivir. Pediremos entonces también, por la intercesión del cardenal Mindszenty, a la Santísima Virgen María que aumente hoy nuestra fe en nuestros corazones y en nues­tras almas, y que seamos verdaderamente de aquéllos que están apegados al Credo de la Iglesia católica y al sacerdocio católico.

La Santísima Virgen María es primero y antes que todo la madre del Sacerdote eterno. Nuestro Señor Jesucristo fue esencialmente sacerdote para la eternidad, sacerdote según el orden de Melquisedec. Toda la vida de Nuestro Señor Jesucristo, toda Su razón de ser fue ofrecer el Sacrificio de la Cruz, ofrecerse en la cruz. Ése fue el objetivo de la vida de Nuestro Señor Jesucristo. Toda su vida Nuestro Señor Jesucristo estuvo obsesionado por el deseo de subir a la Cruz. ¿Cuántas veces dijo Nuestro Señor: "Todavía mi hora no ha llegado". "Mi hora llega", "Llegó mi hora"? ¿Por qué? Porque la hora, de Nuestro Señor Jesucristo, era la hora de Su sacrificio.   Cuando subió a la Cruz y ofreció Su sacrificio, Él mismo dijo "todo está consu­mado —consummatum est—". Yo he hecho Mi obra. He realizado Mi deseo, Yo he reali­zado aquello para lo que he venido a la tie­rra: ofrecer Mi sacrificio a Dios para la re­dención de los pecados del mundo. Es para esto que vino Nuestro Señor, y esto es lo que nos enseña la Santísima Virgen María. Porque la Virgen María no es otra cosa que el espejo de Nuestro Señor Jesucristo. En Su corazón no existe ningún otro nombre inscrito, sólo el nombre de Jesús y Jesús crucificado. La Santísima Virgen María lo acompañó a todas partes hasta el sacrificio de la cruz. Estaba ahí presente como para enseñarnos que lo que Ella tenía de más querido era acompañar a Nuestro Señor al calvario, al sacrificio de la cruz.

Esto es pues hoy lo que Ella nos enseña de una manera muy particular, como siem­pre: amar el sacrificio de la Cruz; ver en Nuestro Señor Jesucristo a Nuestro Señor Jesucristo crucificado. Y por consiguiente, debemos tener ese deseo, nosotros también, de participar en el sacrificio de Nuestro Se­ñor, de unirnos al sacrificio de la cruz, a fin de ser verdaderamente unos cristianos que se ofrecen con Nuestro Señor, que se unen a Él en su Sacrificio como víctimas con Él. Eso es lo que es el verdadero cristiano. Eso es el católico.

Me parece que la Virgen María que se en­cuentra al lado de la cruz, Nuestra Señora de la Compasión, Nuestra Señora correden-tora, nos invita a cada uno de nosotros, a cada una de las creaturas humanas que na­cerán en este mundo.  En cierta forma nos toma de la mano para conducirnos al cal­vario, para hacernos participar en los mé­ritos de Nuestro Señor Jesucristo. ¿Cómo nos haría participar en los méritos de su di­vino hijo para la redención de nuestros pe­cados? Por los sacerdotes. Nuestro Señor ha querido que participáramos en el sacrificio de la cruz, que recibiéramos Sus méritos, que nuestras almas sean lavadas de nuestros pe­cados por Su sacrificio continuado por Sus sacerdotes. Cuando en la última cena les dijo: "Hagan —hagan— esto en memoria mía, —hoc facite in meam commemorationem", Nuestro Señor no dijo: cuenten el relato de mi cena, acuérdense de mi sacrificio. Dijo: facite —hagan ese sacrificio. Reproduzcan ese sacrificio, continúen Mi sacrificio. "Hoc facite in meam commemorationem". Y aquí tenemos toda la diferencia que hay entre la doctrina católica tal como siempre nos fue enseñada y la doctrina protestante. Los pro­testantes olvidan, no quieren reconocer, que Nuestro Señor dijo: "hoc facite —hagan— es­to en memoria mía". Ellos dicen simplemen­te: "in meam commemorationem", acuérden­se de mí. Es esto lo que dicen los que no continúan el sacrificio de Nuestro Señor Je­sucristo. La Santísima Virgen María nos en­seña, con los apóstoles, con Nuestro Señor, que debemos ir al altar con el sacerdote para ofrecer el Santo Sacrificio de la misa y que por la mano o por la boca del sacerdote, Nues­tro Señor vuelve verdaderamente al altar como víctima presente en la Santa Eucaristía. Es a los apóstoles a quienes dijo "hoc facite". Tenemos pues que pedir a la Santísima Virgen María el tener una fe profunda en el Santo Sacrificio del altar.

La Iglesia no puede prescindir del sacri­ficio del altar. Vean qué bellas iglesias han sido construidas. Hace un rato el reverendo padre abad me decía que esta iglesia, o por lo menos el origen de esta iglesia, remonta a principios del siglo ix. Cuántas generacio­nes han venido a esta iglesia de Mariazell para rezar y ofrecer el Santo Sacrificio de la misa, para participar en. el Sacrificio de la misa ofrecida por los sacerdotes. Es la vida de la Iglesia, el altar, el altar del Santo Sa­crificio de la misa.

Tenemos pues que tener una fe profunda en la acción que se produce sobre el altar por medio de la boca del sacerdote. Cuando el sacerdote pronuncia las palabras de la Consagración, Nuestro Señor, como en la cruz, vuelve al altar para ofrecer su Sacrifi­cio que se continúa para la remisión de nues­tros pecados. Esto es el corazón de la misa, esto es lo que nos enseña la Santísima Vir­gen María, esto es lo que nos enseñan los apóstoles.

Ustedes aprendieron en su catecismo que el sacrificio del altar es un verdadero sacri­ficio y que sólo difiere del sacrificio de la cruz en que el sacrificio de la cruz es cruento y el sacrificio de la misa es incruento. Es la única diferencia que existe entre el sacri­ficio de la cruz y el sacrificio del altar. Es por esto que veneramos el sacrificio del al­tar. Todo está allí en la doctrina católica. Todo está reunido a la vez en esta pequeña y esta inmensa realidad del Sacrificio de la misa. Porque si hay un sacrificio, la víctima tiene que estar presente. No hay sacrificio si no hay víctima presente. Así pues Nuestro Señor tiene que estar presente porque Él se ofrece en sacrificio. Y no digamos entonces que el Sacrificio de la misa es muy sencilla­mente una comida conmemorativa, una co­mida recuerdo, un simple recuerdo de lo que Nuestro Señor hizo en la cena. Todo esto es una blasfemia contra la doctrina de la Iglesia, contra lo que' Nuestro Señor Jesu­cristo hizo y lo que Él quiso hacer.

Todo esto arruina el sacerdocio. El sacer­dote no es sólo el presidente de una comida conmemorativa, no es sólo el que preside la mesa de la comida. El sacerdote es el sacrificador. El sacerdote es el que hace descen­der sobre el altar a la víctima presente, real­mente presente en el altar. Entonces ven ustedes toda la grandeza del sacerdote que necesita de un carácter para ofrecer el sa­crificio, que necesita estar marcado en su alma para siempre, para la eternidad, para ofrecer ese sacrificio, que debe conservar la virginidad, el celibato, porque es para él una cosa extraordinaria: hacer venir a Dios, del Cielo a la tierra, hacer venir a Nuestro Se­ñor Jesucristo a la Santa Eucaristía, por sus palabras, por sus labios. Entonces se com­prende que el sacerdote sea virgen, que el sa­cerdote no se case, que sea virgen como la Virgen María. Es por esto que el sacerdote es célibe y no porque esté muy ocupado con las preocupaciones de su apostolado. Toda la grandeza del Sacrificio de la misa viene precisamente de que es un sacrificio real, co­mo el sacrificio del Calvario.

Esto es lo que siempre creyeron nuestros antepasados, lo que siempre creyó la Iglesia. No podemos variar ni un ápice de esta fe. Si variamos, si cambiamos las fórmulas, si ahora decimos: ofrecemos una eucaristía, hacemos una comida eucarística, hacemos una cena, nos volvemos protestantes. Y perde­mos toda la realidad de la Iglesia católica que reposa sobre esta verdad. No hay más Iglesia católica si no hay más Sacrificio de la misa. No hay más Iglesia católica si no hay un sacerdote que tenga carácter para ofrecer el Santo Sacrificio.

He aquí por qué fueron construidas estas bellas iglesias. No es para una comida euca­rística. Es la fe de los fieles la que hizo construir esas magníficas basílicas en el mun­do entero para el sacrificio de Nuestro Se­ñor que debe continuarse sobre el altar y para la presencia de la Divina Víctima con la cual participamos en la santa comunión y con la cual nos ofrecemos. Ésta es la realidad del sacrificio de la misa. Ésta es la realidad del sacerdocio.

Es también por esto que los fieles tienen que tener un inmenso respeto por el altar de Dios donde se ofrece el sacrificio. Y tienen que tener ese respeto por la eucaristía donde se encuentra verdadera, real y sustancialmen-te el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo. Nunca seremos lo bastante respe­tuosos, nunca adoraremos con un corazón su­ficientemente respetuoso a la Santa Euca­ristía.

Y es por ello que era costumbre en la Iglesia desde hace siglos y siglos arrodillar­se  para   recibir   la   Santa   Eucaristía,   Es prosternados en tierra como deberíamos re­cibir la Santa Eucaristía, y no de pie. ¿Somos acaso los iguales de Nuestro Señor Jesucris­to?   ¿No es acaso Él quien vendrá sobre las nubes del Cielo para juzgarnos? ¿Acaso cuan­do veamos  a Nuestro Señor Jesucristo no haremos como los apóstoles en el monte Ta-bor, que se prosternaron en tierra de espanto y de admiración ante la grandeza y el esplen­dor de Nuestro Señor Jesucristo?   ¿No es la vergüenza de nuestra época pensar que fal­tamos el respeto a Nuestro Señor Jesucristo? Guardemos en nuestro corazón, en nuestra alma, ese espíritu de adoración, ese espíritu de  respeto  profundo, para Aquél  que nos creó, para Aquél que nos redimió, para Aquél que murió en la cruz por nuestros pecados. Ahora bien, ¿qué comprobamos desde ha­ce diez años que terminó el Concilio?   Nos vemos obligados a comprobar, no podemos cerrar los ojos, y no debemos cerrar los ojos a las tristes realidades de nuestra época, en la que los sacerdotes mismos pierden la fe en su sacerdocio y ya no saben qué es el Sa­crificio de la misa.  En la que incluso sacer­dotes abandonan su sacerdocio.   Los semi­narios se vacían.  ¿Por qué?   ¿Por qué ya no hay más vocaciones?   Porque ya no se sabe qué es el Sacrificio de la misa.   En conse­cuencia, ya no se puede definir al sacerdote. Allí donde se define el Sacrificio de la misa, donde se lo conoce, donde se lo estima como la Iglesia siempre lo ha enseñado, las voca­ciones son numerosas.

De esto tengo el testimonio en mi propio seminario. No hago nada más que reafirmar las verdades que la Iglesia siempre ha afirmado. Entonces esos jóvenes se sienten atraí­dos por el altar, por el Sacrificio de la misa. Qué gracia extraordinaria para un joven su­bir al altar como ministro de Nuestro Señor, ser otro Cristo, ofrecer el mismo sacrificio que ofreció Nuestro Señor. Nada más her­moso, nada más grande aquí abajo. Vale la pena subir al altar; abandonar su familia, dejar el mundo para subir al altar. Pero si ya esto no existe, entonces ya no existe una razón para las vocaciones. Y es por esto que los seminarios están vacíos. Que se vuelva a las verdaderas nociones de la fe y existirán vocaciones, pero si se abandonan esas no­ciones de la fe, si se continúa en la línea en la cual la Iglesia se ha internado desde hace diez años, muy pronto todos los seminarios estarán en venta y todas las congregaciones religiosas se habrán aniquilado.

Porque, ¿en qué reside la grandeza y la her­mosura de un religioso y de una religiosa? Reside en ofrecerse como víctima en el altar con Nuestro Señor Jesucristo. Esto es la vida de una religiosa y de un religioso. Si en su espíritu no tienen ya este significado de "me ofrezco públicamente en la Iglesia como víc­tima con Nuestro Señor, toda mi vida es ofre­cida con Nuestro Señor", entonces la vida religiosa ya no tiene ningún sentido. Y es por esto que ya no hay más vocaciones re­ligiosas. Que se vuelva acá a este espíritu de víctima, de sacrificio, de unión con Nuestro Señor Jesucristo en el altar, y entonces las vocaciones reflorecerán y se volverán nume­rosas. Existen vocaciones, los jóvenes desean entregarse y son tan generosos en nuestra época como en otras épocas. Pero que les den cosas verdaderas, cosas reales, lo que la Igle­sia siempre dio, y entonces las vocaciones reflorecerán.

Ay, cómo quisiera, mis queridísimos her­manos, que comprendieran por qué nuestro seminario de Ecône está lleno de vocaciones, por qué esos jóvenes vienen a nosotros: para continuar la Iglesia católica, no por otro motivo. Y no para volverse protestantes. Nos negamos a volvernos protestantes, a ser mo­dernistas, a ser progresistas, en la medida en que estas cosas son contrarias a Nuestra ver­dad católica, en la medida en que estas co­sas han sido condenadas por los papas du­rante siglos y siglos. ¡Nosotros las recha­zamos! Queremos seguir siendo católicos. Queremos seminarios y sacerdotes católicos, no otra cosa. Ahora bien, querrían prohibir­nos formar sacerdotes católicos, tener semi­narios católicos. Estos jóvenes, si los envío a otros seminarios, corren el riesgo de per­der la fe, y no solamente la fe sino las cos­tumbres. Por ello conservo una profunda fe en la Santa Providencia. Dios no puede aban­donar a Su Iglesia.

Nuestro Señor quiere sacerdotes católicos tal como Él mismo los ha hecho. El Papa no puede no querer sacerdotes católicos. La Iglesia no puede no querer sacerdotes cató­licos. Es por esto que estoy persuadido de que permanecemos profundamente unidos a nuestro Santo Padre el Papa y a la Iglesia. Lo que la Iglesia quiso durante veinte siglos el Papa no puede no quererlo. Es imposi­ble. Por lo tanto, es totalmente falso decir que nos arriesgamos a convertirnos en una secta o a estar en el cisma. Muy lejos de eso, nosotros somos los que estamos más unidos a nuestro Santo Padre el Papa y a la Iglesia católica.

Pediremos pues a la Santísima Virgen Ma­ría que cuide el sacerdocio católico y haga de tal manera que éste continúe. Le pedire­mos pues que dé numerosas gracias de vo­caciones y de apego a la Iglesia católica entre los jóvenes que desean hacerse sacerdotes. Rezaremos pues durante este rosario por la Iglesia, por nuestro Santo Padre el Papa, para que los seminarios vuelvan a ser semi­lleros de sacerdotes católicos, para que los religiosos y las religiosas vuelvan a encon­trar el camino de la verdad y para que las congregaciones religiosas reflorezcan de nue­vo y encuentren otra vez la fe de la Tradi­ción, la fe que fue enseñada durante veinte siglos.

Esto es lo que pediremos a la Santísima Virgen en el curso de esta oración, porque ustedes necesitan sacerdotes, muchos sacer­dotes, santos sacerdotes. Esto es lo que us­tedes ciertamente desean, para lo cual hoy, reunidos todos juntos alrededor de Nuestra Señora de Mariazell, rezaremos. Que Dios les acuerde la gracia de tener siempre sacerdo­tes, santos sacerdotes. En el nombre del Pa­dre, del Hijo y del Espíritu Santo,  ¡amén!



* Alocución dada en Mariazell, el 8 de septiembre de 1975.