lunes, 31 de marzo de 2014
Continúa la defensa que por muchos
medios hace el card. Kasper de su propuesta para que los divorciados vueltos a
casar reciban la Sagrada Comunión. Se preveía que una de ellas, proveniente de su propia pluma
y publicada en la edición diaria en italiano de L'Osservatore Romano,
apareciera en otras lenguas, como en efecto ha aparecido en la edición
semanal en lengua española de ese mismo
periódico, 28-Mar-2014, págs. 6-7 (ver imagen); como también en la edición
semanal en francés, 27-Mar-2014, pág 11.
Procedemos a transcribir el aludido
artículo en español del card. Kasper.
En
preparación del Sínodo sobre la familia
Misericordia
y verdad
WALTER KASPER
La
misericordia está vinculada a la verdad; pero también viceversa: la verdad está
vinculada a la misericordia. La misericordia es el principio hermenéutico para
interpretar la verdad. Significa que la verdad se debe realizar en la caridad (Ef 4,
15). Según la comprensión católica, se debe interpretar la palabra de Jesús en
el contexto de toda la tradición de la Iglesia. En nuestro caso, esta tradición
no es completamente de ascendencia única como a menudo se ha afirmado. Hay
cuestiones históricas y diferentes opiniones de expertos que se deben
considerar seriamente, de las cuales no se puede sencillamente prescindir. La
Iglesia ha tratado continuamente de encontrar un camino más allá de rigorismo y
laxismo, lo que quiere decir que ha buscado realizar la verdad en la caridad.
La unicidad de cada persona es un aspecto fundamental constitutivo de la antropología cristiana. Ningún ser humano es sencillamente un caso de una esencia humana universal ni puede ser juzgado sólo según una regla general. Jesús no habló nunca de un «-ismo»: ni de individualismo, ni de consumismo, ni de capitalismo, ni de relativismo, ni de pansexualismo, etc. En una parábola Jesús habla del buen pastor que deja a las noventa y nueve ovejas para ir a buscar a la única que se había perdido, para llevarla de nuevo al redil. Y añade: «Así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse» (Lc. 15, 7). En otras palabras: no existen los divorciados vueltos a casar; existen más bien situaciones muy diferenciadas de divorciados vueltos a casar, que se deben distinguir con sumo cuidado. No existe tampoco «la» situación objetiva, que se opone a la admisión a la Comunión, sino que existen muchas situaciones muy diferentes. Si, por ejemplo, a una mujer la deja el marido sin culpa de su parte y, por amor a los hijos, necesita un hombre o un padre, trata de vivir honestamente una vida cristiana en el segundo matrimonio contraído civilmente y en una segunda familia, educa cristianamente a los hijos y se compromete ejemplarmente en la parroquia (como sucede muy a menudo), entonces también esto forma parte de la situación objetiva que se distingue esencialmente de la que lamentablemente se constata con mucha frecuencia, o sea, uno que, más o menos indiferente desde el punto de vista religioso, contrae un segundo matrimonio civil y vive así más o menos distante de la Iglesia. No se puede, por lo tanto, partir de un concepto de la situación objetiva reducida a un único aspecto. Más bien nos debemos preguntar seriamente si creemos realmente en el perdón de los pecados, como profesamos en el Credo, y si creemos realmente que uno que cometió un error, arrepentido de ello y, no pudiéndolo eliminar sin nueva culpa —hace sin embargo todo lo que le sea posible— pueda obtener el perdón de Dios.
Y entonces, ¿podemos nosotros negar la absolución? ¿Sería éste el comportamiento del buen pastor y del samaritano misericordioso? Para estos casos individuales, es verdad, la tradición católica no conoce, a principio de la oikonomía, pero conoce el principio análogo de la epiqueya, del discernimiento de los espíritus, de equiprobabilismo (Alfonso María de Ligorio), o bien la concepción tomista de la fundamental virtud cardinal de la prudencia, que aplica una norma general en la situación concreta (cosa que, en el sentido de Tomás de Aquino, no tiene nada que ver con la ética de la situación).
En resumen: no hay una solución general para todos los casos. No se trata «de la» admisión «de los» divorciados vueltos a casar. Es preciso más bien considerar seriamente la unicidad de cada persona y de cada situación y con atención distinguir y decidir, caso por caso. Al respecto, el camino de la conversión y de la penitencia, tan variado como lo conoció la Iglesia antigua, no es el camino de la gran masa, sino el camino de cristianos concretos que tomaron realmente con seriedad los sacramentos.
El beato John Henry Newman escribió el famoso ensayo On Consulting the Faithful in Matters of Doctrin; mostró que durante la crisis arriana de los siglos IV y V no fueron los obispos, sino los fieles quienes conservaron la fe en la Iglesia. En su tiempo, Newman fue muy criticado, pero así se convirtió en un precursor del Vaticano II, el cual puso de nuevo claramente en evidencia la doctrina del sentido de la fe que se dona a cada cristiano a través del bautismo (cf. Lumen gentium, 12, 35).
Es necesario considerar seriamente este sensus fidei de los fieles precisamente en nuestra cuestión. Aquí en el Consistorio somos todos célibes, mientras que la mayor parte de nuestros fieles viven la fe en el evangelio de la familia, en situaciones concretas y a veces difíciles. Por ello, nosotros deberíamos escuchar su testimonio y también lo que tienen que decirnos los colaboradores y colaboradoras pastorales y consejeros en la pastoral de las familias. Ellos tienen algo que decirnos.
Toda la cuestión no puede, por ello, ser decidida solamente por una comisión, formada sólo por cardenales y obispos. Esto no excluye que la última palabra en el Sínodo sea en acuerdo con el Papa. Respecto a nuestra cuestión hay grandes expectativas en la Iglesia. Sin duda no podemos dar respuesta a todas las expectativas. Pero si repitiésemos sólo las respuestas que presumiblemente se han dado desde siempre, esto conduciría a una pésima desilusión. Como testigos de la esperanza no podemos dejarnos guiar por una hermenéutica del miedo. Se necesita valentía y sobre todo franqueza (parrēsía) bíblica. Si no lo queremos, entonces más bien no deberíamos tener un sínodo sobre nuestro tema, porque en tal caso la situación sucesiva sería peor que la precedente.
Al abrir la puerta deberíamos dejar al menos una rendija para la esperanza y las expectativas de las personas. Y dar al menos un signo de que también por nuestra parte consideramos seriamente las esperanzas, así como las preguntas, los sufrimientos y las lágrimas de tantos cristianos serios.
Cuatro pasos
Las consideraciones presentadas en el Consistorio fueron precedidas, ya desde hace varios años de esta parte, por diálogos con pastores que trabajan apostólicamente, consejeros matrimoniales y familiares, así como con parejas y familias interesadas. Inmediatamente después de la relación, tales conversaciones fueron retomadas espontáneamente. Sobre todo hermanos religiosos quieren saber, en general rápidamente, qué deben o pueden hacer en concreto. Estas preguntas son comprensibles y justificadas. Sin embargo no hay recetas sencillas. Mucho menos se puede, en la Iglesia, imponer determinadas soluciones arbitrariamente o construir tramas amenazadoras.
Para llegar a una solución posiblemente unánime es necesario dar muchos pasos. En las cuestiones referidas a la sexualidad, el matrimonio y la familia, el primer paso consiste ante todo en llegar a ser nuevamente capaces de hablar y encontrar una vía de salida de la inmovilidad de un enmudecimiento resignado ante la situación de hecho. El simple preguntarse qué cosa es lícita y qué cosa, en cambio, está prohibida no es aquí de mucha ayuda. Las cuestiones relativas a matrimonio y familia —entre ellas la cuestión de los divorciados vueltos a casar es sólo una, si bien es un problema apremiante— forman parte del gran contexto dentro del cual se nos interroga acerca de cómo las personas pueden encontrar allí la felicidad y la plenitud de su vida.
De este contexto forma parte, esencialmente, el modo responsable y gratificante de relacionarse con el don de la sexualidad, don entregado y confiado por el Creador a los seres humanos. La sexualidad debe hacer salir del callejón sin salida y de la soledad de un individualismo autorreferencial y conducir al tú de otra persona y al nosotros de la comunidad humana. El aislamiento de la sexualidad de tales relaciones globalmente humanas y su reducción al sexo no ha llevado a la liberación tan ponderada, sino a su banalización y comercialización. La muerte del amor erótico y el envejecimiento de nuestra sociedad occidental son su consecuencia. Matrimonio y familia son el último nido de resistencia contra un economicismo y tecnificación de la vida que todo lo calcula fríamente y lo devora. Tenemos todas las razones para comprometernos lo más posible en favor del matrimonio y la familia, y sobre todo para acompañar y alentar a los jóvenes por este camino.
Un segundo paso, en el seno de la Iglesia, consiste en una renovada espiritualidad pastoral, que se despide de una avara consideración legalista y de un rigorismo no cristiano que carga a las personas con pesos insoportables, que nosotros clérigos no queremos llevar y que ni siquiera sabríamos llevar (cf. Mt 23, 4). Las Iglesias orientales, con su principio de oikonomía, han desarrollado un itinerario más allá de la alternativa entre rigorismo y laxismo, del que nosotros podemos ecuménicamente aprender. En Occidente conocemos la epiqueya, la justicia aplicada al caso particular, que según Tomás de Aquino es la justicia mayor.
En la oikonomía no se trata primariamente de un principio del derecho canónico, sino de una fundamental actitud espiritual y pastoral, que aplica el Evangelio según el estilo de un buen padre de familia, entendido como oikonómos, según el modelo de la economía divina de la salvación. Dios, en su economía de salvación, dio muchos pasos juntamente con su pueblo y en el Espíritu Santo recorrió un largo camino con la Iglesia. Análogamente, la Iglesia debe acompañar a las personas, en su caminar hacia el final de la vida, y debería ser aquí consciente de que también nosotros como pastores estamos siempre en camino y que con bastante frecuencia nos equivocamos, debemos comenzar de nuevo y —gracias a la misericordia de Dios, que jamás tiene fin— podemos incluso recomenzar siempre.
La oikonomía no es un itinerario o incluso una vía de escape a buen mercado. Ella hace considerar seriamente el hecho de que, como Martín Lutero formuló precisamente en la primera de sus tesis sobre la indulgencia de 1517, toda la vida del cristiano es una penitencia, es decir, un continuo cambiar de modo de pensar y una nueva orientación (metánoia). El hecho de que nosotros a menudo lo olvidemos y que imperdonablemente hemos descuidado el sacramento de la penitencia como sacramento de la misericordia, es una de las más profundas heridas del cristianismo actual. La vía penitencial (via poenitentialis) no es, por ello, sólo algo para divorciados vueltos a casar, sino para todos los cristianos. Sólo si en la pastoral nos orientamos de nuevo en este modo profundo y global, avanzaremos también en las cuestiones concretas que tenemos delante, paso a paso.
Un tercer paso se refiere a la traducción institucional de estas consideraciones antropológicas y espirituales. Tanto el sacramento del matrimonio como también el sacramento de la Eucaristía no son sólo un asunto individual privado: ellos poseen un carácter comunitario y público, y, por ello, una dimensión jurídica. El matrimonio celebrado en la Iglesia deber ser compartido por toda la comunidad eclesial, concretamente la parroquial, y el matrimonio civil está bajo la tutela de la Constitución y del ordenamiento jurídico del Estado. Considerados en este contexto más amplio, los procedimientos canónicos en cuestiones matrimoniales necesitan una reorientación espiritual y pastoral. Ya hoy existe un amplio consenso sobre el hecho de que procedimientos unilateralmente administrativos y legales, según el principio del tuciorismo, no hacen justicia a la salvación y al bien de las personas y a su situación concreta de vida, con frecuencia muy compleja.
Esta es una peroración no para una gestión más laxista y para una mayor amplitud en las declaraciones de nulidad matrimonial, sino más bien para una simplificación y aceleración de estos procedimientos y, sobre todo, para situarlos dentro de coloquios pastorales y espirituales, en el contexto de un asesoramiento de tipo pastoral y espiritual, en el espíritu del buen pastor y del samaritano misericordioso.
Se discute de modo controvertido sobre todo un cuarto paso, en relación a situaciones en las que una declaración de nulidad del primer matrimonio no es posible o, como sucede en no pocos casos, no se desea porque no es considerada honesta.
La Iglesia debería alentar, acompañar y sostener desde todo punto de vista a quienes, tras una separación civil, emprenden la difícil senda de permanecer solos.
Nuevas formas de Iglesias domésticas pueden ser aquí de gran ayuda y dar una nueva posibilidad de sentirse en casa. El camino para hacer posible los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía a divorciados que se han vuelto a casar civilmente, en situaciones concretas y tras un período de reorientación, se recorre en casos particulares con la tolerancia o con el tácito consentimiento del obispo. Esta discrepancia entre el ordenamiento oficial y la tácita praxis local no es una nueva situación buena.
Si bien una casuística no es posible y tampoco deseable, deberían ser válidos y públicamente declarados los criterios vinculantes. En mi relación traté de hacerlo. Este intento puede obviamente ser mejorado. Sin embargo la esperanza de muchísimas personas está justificada: la esperanza de que el próximo Sínodo, guiado por el Espíritu de Dios, tras ponderar todos los puntos de vista, pueda indicar un buen y camino común. (Walter Kasper)
Para debatir
«El tema del proceso sinodal, “Los desafíos pastorales de la familia en el contexto de la evangelización”, indica con evidencia que las cuestiones pastorales urgentes pueden ser tratadas no de modo aislado, sino sólo sobre la base y en el contexto global del Evangelio y de la tarea de evangelizar, común a todos los bautizados. Por ello, en el debate deberían participar, no últimos, cristianos que viven en situaciones familiares y a veces en situaciones familiares difíciles». Así, el cardenal Walter Kasper, presidente emérito del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, en el prefacio del libro El Evangelio de la familia (Brescia, Queriniana, 2014, 78 páginas) que contiene su relación introductoria al consistorio del 20 y 21 de febrero pasado y dos textos inéditos que publicamos casi completos. «La publicación —explica el cardenal también en el prefacio— no pretende anticipar la respuesta del Sínodo. Quiere más bien confrontarse con los interrogantes y preparar bases para debatir sobre ello. A una respuesta, que esperamos sea unánime, podemos llegar sólo a través de la reflexión común sobre el mensaje de Jesús, a través de un intercambio —disponible a la escucha— de experiencias y argumentaciones y, sobre todo, a través de la oración común para recibir el Espíritu santo de Dios».
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