Es muy bueno
recordar, en esta hora de tinieblas, lo que Monseñor Lefebvre – repitiendo la
enseñanza bimilenaria de la Iglesia – nos recalca en su libro “El misterio de
Nuestro Señor Jesucristo” pues, hoy en día, hasta las más altas autoridades de
la Iglesia oficial, parecen negar a Cristo Señor Nuestro, de diversas maneras,
algunas de ellas sutilmente; otras casi abiertamente pero siempre disimuladas dentro de
un lenguaje ambiguo y confuso; a veces también en actos públicos (quizás estos
sean una de sus formas más dañinas y más graves para promover este espíritu anticristiano) ubicando
a la Iglesia de Jesucristo en el mismo nivel de las otras religiones, o, por
ejemplo, llamando a Nuestro Señor, solo Jesús, y casi nunca, Jesucristo. Y llamarlo
así, solamente Jesús - en un contexto debidamente apropiado para ello – especialmente
ambiguo - es abajar a Nuestro Señor al mismo plano de un profeta. No importa
que se lo haga levantándolo luego todavía a un
nivel de profeta excelso si con ello se lo presenta nada más que como un puro
hombre y no como el Hijo de Dios, es decir, como Dios mismo.
Cuando Jesucristo, respondiendo a la
solemne pregunta del sumo pontífice Caifás sobre si Él era el Hijo de Dios, al
responder Él afirmativamente: “Yo soy”, lo trató de blasfemo, pues con ello se
proclamaba a sí mismo igual a Dios.
Si Dios mismo se encarnó, se hizo
Hijo del hombre sin dejar de ser el Hijo
de Dios, no hay más de qué hablar. Ya está todo dicho. Todas las demás
religiones no son más que el resultado
de una tradición de la humanidad llevando consigo la antiquísima promesa divina
de un restaurador de la edad de oro, aunque oscurecida esta promesa por el
tiempo y por los errores y los pecados
de los hombres. Jesucristo cumple en Él todas
las profecías mesiánicas que anunciaban su advenimiento. Quitarle a Jesús su
título de Cristo es destronarlo. Es quitarle su reinado eterno y su supremacía por
sobre todas las cosas. La idea “ecuménica” no busca sino esto: quitarle a
Cristo su divinidad. Robarle su título de Mesías, de Ungido, para lograr con
ello nivelarlo con todas las religiones; una religión más. Colocar su Evangelio
y su Iglesia en un mismo plano con las otras. Para, luego, hacerlas reemplazar - a todas las religiones - con una
nueva religión: la religión del hombre, la religión del anticristo.
Monseñor Marcel Lefebvre |
He aquí el texto de Monseñor
Lefebvre:
“Lo que hemos visto y oído os lo
anunciamos a vosotros, a fin de que viváis también en comunión con nosotros y esta
comunión nuestra es con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Os escribimos esto
para que vuestro gozo sea colmado” (I Jn. 1, 3-4).
Sin duda, los Apóstoles fueron
tomando conciencia de la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo de modo
progresivo. En el momento de su Ascensión todavía se preguntaban cuándo iba a
llegar el reino temporal de Nuestro Señor. ¿Qué idea se hacían de esta Persona
que tenían enfrente? De hecho, no comprendieron el misterio de Nuestro Señor
Jesucristo sino después de Pentecostés y de la efusión del Espíritu Santo sobre
ellos. En ese momento dedujeron las consecuencias, como aparece en sus
escritos. Esto es lo admirable.
Así se comprende lo que escribió san
Juan en su primera epístola, en el 2º capítulo:
“No
os escribo porque no conozcáis la verdad, sino porque la conocéis y sabéis que
la mentira no procede de la verdad. ¿Quién es el embustero sino el que niega
que Jesús es Cristo? Ese es el
anticristo, el que niega al Padre y al Hijo. Todo el que niega al Hijo, tampoco
tiene al Padre. Lo que desde el principio habéis oído, procurad que permanezca en vosotros. Si
en vosotros permanece lo que habéis oído desde el principio, también vosotros
permaneceréis en el Hijo y en el Padre. Y ésta es la promesa que nos hizo, la
vida eterna.” (I Jn. 2, 21-25)
Y añade un poquito después:
“Todo
espíritu que confiese que Jesucristo ha venido en carne es de Dios; pero todo
espíritu que no confiese a Jesús, ese no es de Dios…”
Está claro.
“…es
del anticristo, de quién habéis oído que está para llegar y que al presente se
halla ya en el mundo” (I Jn.4, 2-3)
Las afirmaciones de los Apóstoles y
de los Evangelistas son muy precisas:
Los que afirmen la divinidad de
Nuestro Señor Jesucristo son de Dios; los que la nieguen, no son de Dios.
Las consecuencias son terribles.
Pensemos en este mundo que nos rodea, en toda la humanidad que vive hoy como la
que vivió ayer. Para los hombres todas las cosas, y por consiguiente su vida
eterna, se deciden relación con Nuestro Señor Jesucristo y con su divinidad.
Monseñor Marcel
Lefebvre.
Tomado del libro: “EL MISTERIO DE
NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO”, págs. 126-127. Obras completas, Voz del desierto,
México, D.F. 2005.