lunes, 7 de abril de 2014

El Sínodo sobre la familia y el cardenal Kasper

COMENTARIO DE COVA IN DESERTO


Cardenal Kasper


            Hábil y sinuosamente el cardenal Kasper trata de inclinar la balanza para el lado de  todo aquello que va en contra de las enseñanzas de Nuestro Señor Jesucristo. Sutilmente y empleando una terminología técnica que el común de la gente desconoce,  reviste a la cuestión de un sentido oscuro e  intrincado como para reducirlo a un pequeño grupo de “entendidos” - los cuales estarían teóricamente “capacitados” para resolver el “problema”. Y no la gente común (pese a la insinuación pérfidamente “sugerida” de su participación) y la cual, por supuesto, que no tendría teóricamente tal capacidad y preparación para afrontarlo. Su argumentación marcha principalmente poniendo delante de su carro el caballo de la “misericordia”. La misericordia - tan mencionada por la gente que ocupa hoy el Vaticano - carece de su verdadera interpretación y sentido. Y ¿cuál sería esa verdadera interpretación y sentido”? Pues nada menos que aquél que le dio de una vez y para siempre Nuestro Señor Jesucristo. Cuando Él perdonaba a algún pecador, o pecadora, siempre iba el perdón acompañado  de esta recomendación, como le dijo a la mujer sorprendida en adulterio:  “Dijo Jesús: Tampoco yo te condeno: anda y desde ahora no peques más.”(Jn. 8, 11). No le dijo: “Yo te perdonaré  este pecado, puedes seguir cometiéndolo si así te sientes "mejor" y no sufres tanto. Le dijo: "desde ahora no peques más".
             A un enfermo que ya había curado Jesús, hallándole luego en el Templo le dice: “Mira, has sido curado; no peques ya más, no sea que te acaezca algo peor”- refiriéndose a una enfermedad que éste había padecido durante  treinta y ocho años.

Cuando Nuestro Señor se refiere a la mujer que había sido una pecadora, mientras ella le ungía los pies con un perfume de alabastro, ante el escándalo de los judíos, Él contesta a los malos pensamientos de éstos, con una breve parábola sobre el perdón de los pecados y el amor a Dios, diciéndoles que a ella se le habían perdonado sus muchos pecados, porque había amado mucho. ¿A quién había amado mucho? ¿A muchos hombres? No. Había amado mucho a Dios. Le había dolido profundamente haberle ofendido. Ese dolor era causado ante el descubrimiento del amor de Dios y su infinita bondad y misericordia para perdonar. Esto produjo en ella el arrepentimiento y la correspondencia de su amor y gratitud más sinceros hacia su divina persona (Lc. 7,36-50).

 “Si mis mandamientos guardareis, permaneceréis en mi amor”(Jn. 15, 10).  Les dijo Jesús a sus discípulos en su última cena. La demostración del amor a Dios no consiste esencialmente en un sentimiento – como muchos creen - sino en cumplir sus mandatos, en oír sus enseñanzas y en ponerlas por obra. “No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos; sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, éste  entrará en el reino de los cielos. Muchos me dirán en aquél día: Señor, Señor ¿acaso no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre lanzamos demonios, y en tu nombre obramos muchos prodigios? Y entonces les declararé: Nunca jamás os conocí; apartaos de mi los que obráis la iniquidad”(Mat, 7, 21-23). Entonces, en cumplir la voluntad de Dios, está la demostración más concreta, por decir así, del amor que decimos profesarle. Quien no cumple los mandatos de Dios no le ama. Quién no ama Dios no será perdonado por Él. Porque Dios perdona en la medida en que es amado. No cumplir los mandamientos de Dios es no amar a Dios. Los mandamientos de Dios no son caprichosamente impuestos. Son el verdadero camino que completa, cura y perfecciona a nuestra enferma naturaleza y nos conduce a nuestra verdadera plenitud de ser y felicidad, aún en ésta corta vida. Y, por supuesto, para toda la eternidad.

          Y, consultado Jesús  sobre el divorcio por los jefes religiosos judíos, les dijo: “¿no leísteis tal vez que el que los creó desde el principio los hizo varón y hembra? Y dijo: Por esto dejará el hombre al padre y a la madre y se unirá a la mujer, y serán los dos una sola carne (Gen. 2, 24) así que ya no son dos sino una sola carne. Lo que Dios, pues, juntó, el hombre no lo separe. Dícenle: ¿Por qué pues Moisés prescribió dar libelo de divorcio y repudiar? Díceles: Porque Moisés, en razón de vuestra dureza de corazón, os consintió repudiar a vuestras mujeres; más desde el principio no ha sido así. Y yo os digo que quien repudiare a su mujer, no interviniendo fornicación, y se casare con otra, adultera, y quien se casare con la repudiada, adultera. Dícenle sus discípulos: Si tal es la situación del hombre respecto de la mujer, no vale la pena casarse. Él les dijo: “No todos todos son capaces de comprender esta palabra, sino a aquellos ha sido dado”. (Mat. 19, 3-11) Y continúa refiriéndose a los que abrazan el celibato por amor al reino de los cielos. Porque la verdadera comprensión de las cosas divinas viene con la fe. Notemos también que dice que "Moisés", y no Dios, quien permitió el libelo de repudio. Pero Cristo dice: “Mas yo os digo”, es decir, Él, como Dios que es, lo dice y manda.

            Da este mandato con la autoridad y con la solemnidad del que posee el poder absoluto para hacerlo. Porque Cristo no era solo hombre, sino también Dios. Y en Dios todos los posibles “cambios históricos” están presentes, tenidos en cuenta minuciosamente y uno por uno contemplados, como en un presente eterno. Como tiene contados: “también los cabellos de vuestra cabeza están todos contados” (Lc. 12, 7). Por eso Nuestro Señor recalca de éste modo esta verdad: “No penséis que vine a destruir la Ley y los Profetas: no vine a destruir sino a dar cumplimiento. Porque en verdad os digo: antes pasarán el cielo y la tierra que pase una sola jota  o una tilde de la ley, sin que todo se verifique.” (Mt. 5, 17-18).

       La sociedad de los hombres viene renegando de Dios desde hace varios siglos. Renunciando a Cristo después de haber llegado a conformar una sociedad más o menos cristiana. Decimos “más o menos” pues nunca llegó a alcanzar esa perfección como tal. Pues la cizaña, nos advirtió Cristo, crecería siempre, y  hasta el fin de los tiempos,  junto con el trigo de la buena semilla, de la buena doctrina, y, ésta, no solo sabida, sino también -  y sobre todo – vivida, practicada, pero mezclada siempre con la cizaña, obra del maligno, permitida por Dios.

            “¡No queremos que éste reine  sobre nosotros!” (Lc. 19, 14) Este es el grito que no ha dejado de crecer en estos últimos siglos. Es el grito que ha conformado la sociedad actual. Una sociedad enemiga de Dios y de Cristo. ¿Cómo es posible que una sociedad así conformada, con esa mentalidad atea que ha impuesto sus modos de vida y costumbres rebeldes a todo lo que sea Dios, pueda estar de acuerdo en algo que viene de Jesucristo? ¿Cómo es posible tratar de unir el agua con el aceite? ¿Cómo es posible tratar de poner de acuerdo la doctrina cristiana con la de un mundo que es su acérrimo enemigo, sin destruirla?

            Las voces de serpiente que intentan seducir con su bisbiseo, adulador de las pasiones, a pseudo-católicos o simplemente a ignorantes de aquello que dicen ser “su” religión. Ignorantes hasta de lo más elemental de su propia religión, y después de más de cincuenta años de des-adoctrinamiento producido por el concilio Vaticano II; con una moral licuada en lo mundano y además falsificada sistemáticamente con la imposición de una nueva religión, que pretende seguir conservando el nombre de “católica” para hacer un mayor daño; Un nuevo "Evangelio" impuesto tiránicamente por medio de la “obediencia ciega” y acompañada por la vulgar adulación  del: “antes no lo estaba, pero ahora sí está permitido”.

            Los hombres que ocupan el Vaticano, los hombres que ocupan, hoy, Roma, son hombres sin fe en Cristo. Simulan tenerla para ganar a los incautos. Son verdaderos lobos. No quieren salvar las ovejas sino devorarlas. El fingimiento de su misericordia es solo para que ellas se les entreguen sin ofrecer resistencia. Les prometen pastos abundantes pero ellos son en realidad la carnada de una trampa.

            Solo Jesucristo es el verdadero y único pastor. “El da su vida por sus ovejas”. Los otros, los falsos pastores, son solo mercenarios, son asalariados. Y éstos no huyen cuando ven venir al lobo, porque “son” el lobo.

            Nuestra Señora en La Salette, en 1846, (Aparición ya aprobada por la Iglesia como auténtica) les anunció a los pastorcitos, Melanie y Maximino,  que Roma perdería la Fe y se convertiría en la sede del anticristo. Hoy ya tenemos el cumplimiento de esta profecía prácticamente ante nuestros propios ojos. El que lee, entienda.

            Pero parece que hay muchos que no quieren aceptar esto. Nuestra Señora no dijo: “La Iglesia perderá la Fe, sino Roma perderá la fe. No confundir los templos hechos por manos de hombres, con la Iglesia que será hallada por Nuestro Señor limpia y sin arrugas, conformada por las piedras de los fieles sólidamente trabadas. “Ellos tienen los templos pero nosotros tenemos la Fe”- decía San Atanasio en los tiempos del arrianismo, cuando éste se había apoderado de todos los templos católicos con sus sacerdotes y obispos incluidos.

            Todo este palabrerío de Kasper no alcanza a tapar el perverso espíritu que alienta en sus intenciones. 

"Por los frutos se conoce el árbol"
"Del corazón del hombre, salen lo bueno y lo malo de él";  
"De lo que abunda en el corazón habla la boca".

“Para que no creamos a todo espíritu, te rogamos, óyenos".
"Para que probemos a los espíritus si son de Dios, te rogamos, óyenos". (Letanías del Espíritu Santo)

”Pero aún cuando nosotros o un ángel bajado del cielos, anuncie un Evangelio diferente del que recibiste, sea anatema.”, sea anatema.” (San Pablo, Gal. 1, 8).




Alberto M. Borromeo