Nos animamos a publicar un capítulo entero del libro de León Bloy "La que llora".
Imposible resumirlo dada la riqueza de sus elevados y profundos pensamientos...
para poner en práctica en nuestra vida.
II
Los tres grupos en bronce que
representan las tres actitudes de la Santísima Virgen y de los dos pastores en
el lugar de la Aparición, deben producir en las almas naturalmente inclinadas a
la contemplación un extraño sobrecogimiento. La Virgen, primero, sentada y
llorando en el hueco del barranco, después de pie y hablando a los niños, y al
fin levantándose a los cielos unos pasos más lejos a la entrada del valle, la
cara vuelta hacia Italia, en la actitud de “omnipotencia suplicante”. El
itinerario misterioso de la Aparición del segundo y tercer grupo está
determinado por una serie de catorce cruces y da exactamente la forma de una
enorme serpiente cuya cola se sumergiera en el barranco, y la cabeza, colocada
en el borde de la meseta, fuera APLASTADA por el grupo triunfante de la
Asunción.
Éste es el primer rasgo y el más
penetrante de este simbolismo profundo de la Salette, tan vasto tal vez como el
simbolismo de la Pasión misma, de la que la Madre Dolorosa quiso encender el
recuerdo resucitando nuestro fervor.
Pero esta Madre de Dios de la que la
Iglesia canta, que ha sido concebida antes que las montañas y los abismos y
antes de la eclosión de las fuentes, esta Ciudad mística llena de pueblo,
sentada en la soledad y llorando sin consuelo,
esta quejumbrosa Paloma escondida en el hueco de la piedra y que no
desvela su faz a los ojos de dos inocentes sino para mostrársela empapada en
lágrimas, es lo que toda la inspiración humana de la estatuaria no habría
inventado jamás, ni descubierto. ¡La Reina de los Cielos, llorando como una
abandonada en el hueco de una roca, no pudiendo sostenerse a fuerza de sufrir
después de haber estado tan fuerte en la otra Montaña! ¡Qué sobrenatural
concepto del papel de María! ¡Es como para arrastrarse a los pies de esa imagen,
y es eso ciertamente lo que Francia ha debido hacer!
María en el Calvario, está de pie
durante la la agonía de Dios. En la Salette, se sienta como Agar en la soledad,
para no ver morir a ese sgundo hijo que Ella llama su pueblo y que ha
engendrado en la inmolación del primero. ¡Qué prodigiosa diferencia! En el
Calvario el esplendor de María brilla como una aurora en la púrpura de la
Sangre de su Hijo. Se diría que ella está ahí, para representar la Gloria de
Dios cuando Dios mismo agoniza. Y es esto absolutamente cierto si se considera
que la Gloria Esencial es esa profundidad de las profundidades divinas, donde
el hombre culpable puede todavía encontrar un refugio cuando la mano del Juez
terrible está ya sobre su cabeza y todos los rigores de la justicia van a
aplastarlo. En la Salette María está sola, sin nueva maternidad, sin otro
esplendor que el brillo milagroso den sus lágrimas, y como Raquel, sin querer
ni poder ser consolada porque sus hijos amenazan morir.
En este siglo tan cobardemente
sensual, hay algo que se parece casi a una violenta pasión. Es el odio al
dolor, odio tan profundo que llega a realizar una especie de identidad con el
ser mismo del hombre.
Esta vieja tierra que se cubría
antes de cruces por todas partes, que germinaban, como dice Isaías, el signo de
nuestra Redención, se la destroza y se la devasta para forzarla a dar felicidad
a la raza humana, a esa progenie ingrata del dolor, que no quiere sufrir más.
Se quiere que la tierra, esta criatura maldita de Dios desde el pecado de Adán,
se vuelva un paraíso de voluptuosidades, no ya regados por los ríos del Edén,
sino por los dos torrentes de la concupiscencia moderna: el Pastolo y…el
Rubicón. Para concurrir a esta deseada irrigación, todas las fuerzas vivas,
todas las facultades superiores del hombre se ven brutalmente requisadas y
forzadas a inmolarse en los altares ardientes del Moloch nuevo, cuya terrible
máscara antigua se ha dulcificado ligeramente y se llama ahora el progreso
indefinido.
Y una cosa aterrante. Los
Cristianos, esos Porfirogenetos, nacidos en la púrpura de la sangre de su Dios,
que debían considerarse como frutos del árbol de las inefables torturas donde
el nuevo Adán fue suspendido, los cristianos, por lo menos la mayor parte,
piensan que el dolor es un simple accidente de la vida terrestre, algunas veces
útiles para llamar la atención de los incrédulos o de los malhechores,
pero completamente insoportable e
inoportuno cuando viene a caer sobre las
ovejas buenas del rebaño. Las palabras de San Pablo sobre los que no han
sufrido no atemorizan a esos cristianos, ni menos los textos sapiensales sobre
la probación de los servidores de Dios. Les basta creer desde lo alto de su
frialdad equilibrada. Esos cristianos deciden que el sufrimiento no es
NECESARIO. El sufrimiento total, absoluta, inimaginable que ha sido necesario
para la Redención de la totalidad del Cuerpo de Jesucristo, no es necesario,
según parece, por muy mitigado que se lo suponga, para la salvación de sus
miembros. Lo que el mismo San Pablo llama netamente LA SOCIEDAD DE LA PASIÓN DE
JESUCRISTO Y LA CONFIGURACIÓN CON SU MUERTE es generalmente interpretado en el
sentido amable de una de una viva simpatía por los sufrimientos, seguramente
muy conmovedores y muy generosos, pero que después de todo no son absolutamente
indispensables, puesto que la Iglesia nos asegura que una sola gota de la
Sangre del Pelícano habría bastado para salvar al mundo.
La Iglesia infalible ha dicho esto.
¡Pero cómo hacer comprender lo que sea a criaturas que creen poder medir una
gota de Sangre de Jesucristo?
“Sabed, dice la bienaventurada
Ángela de Foligno, que el libro de la vida no es otro que Jesucristo, Hijo de
Dios, Verbo y Sabiduría del Padre que ha aparecido para instruirnos por su
Vida, su Muerte y su Palabra. Su Vida, ¿qué fue? El modelo que se ofrece a los
que quieren la salvación: pues su vida fue una amarga penitencia. La penitencia
fue su compañía desde el momento en que en el seno muy puro de la Virgen, el
alma creada de Jesús entró en su Cuerpo, hasta en la última hora en la cual esa
alma salió del cuerpo por la muerte más cruel. La penitencia y Jesús no se
separan nunca.”
“Así, esta es la sociedad que en su
sabiduría, Dios Altísimo dio en este mundo a su Hijo bienamado: primero la
pobreza perfecta, continua, absoluta; en seguida, el oprobio perfecto,
continuo, absoluto, y por fin, el dolor perfecto, continuo, absoluto.”
“Tal fue la compañía que Cristo
eligió sobre la tierra para demostrarnos lo que hay que amar, elegir y soportar
hasta la muerte. Como hombre, por ese camino subió al Cielo; tal es el camino
del alma hacia Dios; y no hay otra vía recta. Conviene y es bueno que el camino
elegido por la cabeza sea el camino elegido por los miembros y que la compañía
elegida por la cabeza sea elegida también por los miembros.”
Es seguro que si existe algo
universalmente inflexible, es esta ley del sufrimiento que todo hombre lleva en
sí yuxtapuesta a la conciencia misma de su ser; que preside al desarrollo de su
libre personalidad y que gobierna tan despóticamente su corazón y su razón, que
el mundo antiguo, temeroso, tomándolo por un ciego dios de sus dioses adoró bajo el nombre de Destino.
La simple
verdad católica es que hay absolutamente que sufrir para ser salvado y esta
última palabra implica una NECESIDAD tal que ninguna lógica humana puesta al
servicio de la metafísica más trascendente no podría dar una idea. Dios quiere
que el honor — comprometido su destino eterno por lo que se llama Pecado – entre
en el orden de la Redención: Dios lo quiere infinitamente. Entonces se inicia
una lucha terrible entre el corazón del hombre que quiere libertarse y el
corazón de Dios que quiere hacerse dueño del hombre por su poder. Se cree
fácilmente que Dios no tiene necesidad de toda su fuerza para dominar a los
hombres. Esta creencia supone una ignorancia singular y profunda de lo que es
el hombre y de lo que es Dios con relación a él. La libertad, ese don
prodigioso, incomprensible, incalificable, por el cual nos es dado vencer al
Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, matar al Verbo Encarnado, apuñalear siete
veces el Corazón Inmaculado de María y
agitar con una sola palabra a los espíritus creados en los Cielos y en los
Infiernos, retener la Voluntad, la Justicia, la Misericordia, la Piedad de Dios
sobre sus labios e impedirles descender sobre la creación, esa inefable
libertad no es otra cosa sino EL RESPETO QUE DIOS TIENE POR NOSOTROS. Trátese
de representarse esto: EL RESPETO DE DIOS. Y ese respeto es tal que jamás desde
la ley de gracia Él ha hablado a los hombres con una autoridad absoluta, sino
al contrario, con la timidez, la dulzura y se diría aún con la obsequiosidad de
un solicitante indigente que ningún desagrado sería capaz de detener. Por un
decreto misterioso e inconcebible de su voluntad eterna, Dios parece haberse
condenado hasta el fin de los tiempos a no ejercer sobre el hombre ningún
derecho inmediato de señor a servidor, ni de rey a súbdito. Si Él quiere
hacernos suyos, es necesario nos seduzca, pues si su Majestad no nos agrada
podemos desterrarla de nuestra presencia, hacerla azotar, azotarla y
crucificarla entre los aplausos de la vil canalla. Él no se defenderá por su
poder sino por su paciencia y por su Belleza y es ese el combate terrible del que
os hablaba.
Entre el hombre revestido
involuntariamente de su libertad y Dios despojado voluntariamente de su poder,
el antagonismo es normal, el ataque y la resistencia se equilibran
razonablemente y el perpetuo combate de la naturaleza humana contra Dios es la
fuente del inextinguible dolor.
¡El dolor! ¡He aquí la gran palabra! He aquí la solución de toda la vida humana sobre la tierra, el trampolín de todas las superioridades, el filtro de todos los méritos, el concepto infalible de todas las bellezas morales. No se quiere comprender que el dolor es absolutamente necesario. Los que dicen que el dolor es útil no saben nada. La utilidad supone siempre algo de adjetivo y de contingente, y el dolor es NECESARIO. Es el eje, la esencia misma de la vida moral. El amor mismo se reconoce con ese signo, y cuando falta, no es más que una prostitución de la fuerza o de la belleza. Digo que alguien me ama cuando acepta sufrir por mí o para mí. De otro modo ese alguien que pretende amarme, no es más que un usurero sentimental que quiere instalar su vil negocio en mi corazón. Un alma altiva y generosa busca el dolor con entusiasmo, con delirio. Cuando una espina la hiere, se apoya sobre esa espina, para no perder nada de la voluptuosidad de amor que puede darle, destrozándose más profundamente. Nuestro Salvador Jesús ha sufrido de tal modo por nosotros, que fue necesario que se hiciera un convenio entre su Padre y Él para que nos fuera permitido hablar de su Pasión y para que la simple mención de ese hecho no fuese una blasfemia de una enormidad tal como para hacer caer el mundo en cenizas.
Y bien, nosotros ¡qué somos Señor
Dios! ¡Los miembros de Jesucristo! ¡Los miembros mismos! Nuestra miseria inenarrable nos hace tomar
sin cesar por figuras y símbolos inanimados las enunciaciones más claras y
vivas de la Escritura. Creemos, pero no SUBSTANCIALMENTE. ¡Ah! Las palabras del
Espíritu Santo deberían entrar y fundirse en nuestras almas como plomo candente
en la garganta de un parricida o de un blasfemo. No comprendemos que somos los
miembros del Hombre de Dolor, del hombre que no es Alegría, Amor, Verdad,
Belleza, Luz y Vida suprema sino porque es el Amante eternamente enamorado del
supremo Dolor, el Peregrino del último suplicio, venido para soportarlo desde
el Infinito, desde el fondo de la eternidad y sobre la cabeza de quien se han
acumulado en una unidad espantosamente trágica de tiempo, de lugar y de
persona, todos los elementos de tortura acumulados en cada uno de los actos
humanos cumplidos en el espacio de cada segundo, sobre la extensión de la
tierra, durante sesenta siglos!
Los santos han visto que la sola
revelación de un minuto de sufrimientos del infierno, acumulados durante toda la eternidad al lado de un
segundo de loa Pasión, son como si no existiesen, porque Jesús sufre en el amor
y los condenados sufren el odio; porque el dolor de los condenados es finito y
el dolor de Jesús es infinito; en fin, si fuera posible creer que algún exceso
ha faltado al dolor del Hijo de Dios, sería igualmente posible creer que algún
exceso ha faltado a su Amor, lo que es evidentemente absurdo y blasfematorio,
puesto que Él es el Amor mismo.
Podemos partir de ahí para medir
todas las cosas. Declarándonos miembros de Jesucristo. El Espíritu Santo nos ha
revestido de la dignidad de redentores y cuando nos reusamos a sufrir somos
exactamente simoníacos y prevaricadores. Hemos sido hechos por eso y para eso.
Cuandoo vertemos nuestra sangre , corre en el Calvario y desde allí sobre toda
la tierra. ¡Pobre de nosotros si es sangre envenenada! Cuando derramamos
nuestras lágrimas, que son “sangre de nuestras almas”, caen sobre el Corazón de
la Virgen y de ahí sobre todos los corazones vivos. Nuestra condición de
miembros de Jesucristo y de hijos de María, nos ha hecho tan grandes que podemos
inundar al mundo con nuestras lágrimas. ¡Pobre de nosotros y tres veces
desgraciados si esas lágrimas están envenenadas! Todo en nosotros es idéntico a
Jesucristo, con quien estamos natural y sobrenaturalmente configurados.
Entonces, cuando rehusamos un sufrimiento adulteramos tanto lo que es nuestra
propia esencia, que hacemos penetrar en la Carne misma y hasta en el Alma de
nuestra Cabeza, un elemento profanador que le es necesario expulsar de Él mismo
y de todos sus Miembros en un
redoblamiento inconcebible de torturas.
¿Está claro todo esto? No lo sé. El
fondo de mi pensamiento es que en este mundo caído, toda alegría brilla en el
orden natural y todo dolor en el orden divino. A la espera de los sillares de
Josafat, a la espera de que todo se consuma, el desterrado del Paraíso no puede
pretender más que la dicha de sufrir por Dios.
La genealogía de las virtudes
cristianas ha echado sus primeros brotes en el Sudor de Getsemaní y en la
sangre del Calvario. San Pablo nos grita que no debemos conocer más que a Jesús
Crucificado y nosotros no queremos creerlo. Olvidamos sin cesar que no tenemos
más que un modelo para concebirlo todo en la vida moral, y ese modelo es el
Dolor mismo, la esencia divinamente condensada de todo dolor imaginable e
inimaginable, contenida en el vaso humano más precioso que la Sabiduría Eterna
haya podido concebir y formar.
El punto de vista que debe abarcarlo
y resumirlo todo en los tres órdenes, de naturaleza, de gracia y de gloria, es
de una simplicidad absoluta y casi monótona a fuerza de sublimidad: la pureza
misma es el Hombre de Dolor; la Paciencia misma es el Hombre de Dolor; la
Belleza, la Fuerza infinita son el Hombre de Dolor; la Humildad, que es el más
insondable de los abismos, y la Dulzura, más vasta que el Pacífico, son aún Él;
el Camino, la Verdad y la Vida, la Resurrección, son siempre Él; OMNIA IN IPSO
CONSTANT. Desde lo alto de esta montaña simbolizada, según parece, por la
montaña de la Tentación, se descubren todos los imperios, es decir todas las
virtudes morales, invisibles desde cualquier otro punto, y el Amor solo, el
grande, el apasionado, el maravilloso Amor puede dar fuerzas para llegar.
Los Santos han buscado la sociedad
de la Pasión de Jesús. Ellos han creído la Palabra del Maestro cuando dice que
nadie tiene amor más grande que aquel que da su vida por sus amigos. En todos
los tiempos, las almas ardientes y magníficas han creído que para HACER
BASTANTE, había necesariamente que HACER DEMASIADO y que así se conquista el
reino de los cielos. Pero la profunda enseñanza de los sufrimientos de
Jesucristo marcados por el martillo y las tenazas de la Salette, es decir, los
instrumentos de la Crucifixión y del Descendimiento de la Cruz, ese rudimento
de la locura santa, no había sido dado al mundo de una manera tan ostensible.
Era necesaria para eso la Madre, la Madre de las siete espadas. Aquella que
representa la gloria de Dios y en la que Dios habita y sabemos cómo ha venido
Sola, sentada sobre la piedra misteriosamente preparada, que hace pensar en la
otra piedra sobre la que reposa la Iglesia, el seno cargado con los
instrumentos de tortura de su Hijo y llorado como no había llorado desde hacía
mil años: “desde que sufro por vosotros, que no hacéis caso” –dijo Ella.
Representémonos a esa Madre Dolorosa
sentada sobre una piedra, siempre sollozando y sin levantarse nunca hasta el
fin del mundo, y se tendrá así una idea de lo que subsiste eternamente bajo la
mirada de Aquél de quien Ella es Madre y para quien ninguna cisa es pasado ni
futuro. Tratemos en seguida de medir el poder de este clamor perpetuo, de Tal
Madre a Tal Hijo contra los autores de las lágrimas de Tal Madre.
Esperando que todo se consuma, lo
que pueda decirse o escribirse sobre este tema es exactamente menos que nada.