sábado, 18 de enero de 2014

RESPUESTAS A DIVERSAS CUESTIONES DE ACTUALIDAD

Esta es la última entrega de “El golpe maestro de Satanás”,
El capítulo que cierra el libro.
Creemos no es redundar el repetir y recalcar el tener en cuenta
 la fecha, la oportunidad y el auditorio al que fueron dirigidas
estas reflexiones y afirmaciones de Monseñor Marcel Lefebvre
pues, pasando el tiempo y mucha agua debajo del puente,
 muchas cosas fueron clarificándose más
y la actitud de Monseñor, más prudente y dubitativa al principio
sobre este drama de la Iglesia,
 fue resolviéndose en otra actitud más firme y decidida.
Hasta llegar, antes de su muerte, a la conclusión de que,
con la Roma actual,
 no era ya posible entendimiento alguno y solo cabía esperar,
de ésta, con la Gracia de Dios,
una conversión de Roma a la Tradición,
al depósito inmutable del Evangelio de Cristo. 


Monseñor Marcel Lefebvre


Ecône, 24 de febrero de 1977 

 Este texto estaba destinado
a los alumnos del Seminario de Ecône.   
Hemos sido autorizados a publicarlo aquí.


VII

 1. ¿Cuál debe ser nuestra actitud respecto del Papa Pablo VI?

Esta actitud será diferente según la manera como se defina al Papa Pablo VI, porque nuestra actitud hacia el Papa, como Papa y sucesor de Pedro, no puede cambiar.
La cuestión es, pues, en definitiva: ¿el Papa Pablo VI ha sido o es todavía el sucesor de Pedro? Sí la respuesta es negativa: Pablo VI no ha sido nunca Papa o ya no lo es, nuestra actitud será la de los períodos "sede vacante"; eso simplificaría el problema. Algunos teólogos lo afirman, apoyándose en las afirmaciones de los teólogos del tiempo pasado, admitidas por la Iglesia, y que han estudiado el problema del Papa hereje, cismático o que abandona prácticamente su cargo de Pastor supremo.

No es imposible que esta hipótesis sea algún día confirmada por la Iglesia.  Porque tiene en su favor argumentos serios. En efecto, son numerosos los actos de Pablo VI que, reali­zados por un obispo o por un teólogo hace veinte años, hubiesen sido condenados como sospechosos de herejía, que favorecen la here­jía. Ante el hecho de que el que realiza esos actos es quien ocupa el trono de Pedro, el mundo aún católico, lo que queda de él, estu­pefacto, perplejo, prefiere callar más bien que condenar, prefiere asistir a la destrucción de la Iglesia antes que oponerse a ella, a la es­pera de días mejores.

Sin embargo, queda por saber en qué me­dida el Papa es el verdadero responsable de esos actos que favorecen la herejía. Algunos responden que no lo es en absoluto, que está drogado, prisionero, etcétera. Es una res­puesta que no parece admisible. El Papa se muestra en plena posesión de sus medios, muy consciente de su firme deseo de hacer aplicar el Concilio y las reformas que de él derivan.

Entre las dos hipótesis, la del Papa hereje y que ya no es, por consiguiente, Papa, y el Papa irresponsable, incapaz de cumplir su cargo por la tiranía ejercida por los que lo rodean, ¿no hay una respuesta más compleja pero quizás más real: la de Pablo VI, liberal, en un grado muy profundo? Su liberalismo toma sus raíces en Lutero, Jean-Jacques Rousseau, Lamennais, luego en personajes que ha conocido Marc Sangnier, Fogazzaro, el "Maritain malo", Teilhard de Chardin, La Pira, etcétera.

Paulo VI


Formado en el liberalismo que es la incohe­rencia intelectual y la incoherencia práctica, como lo define el Cardenal Billot, él encarna una teoría católica o catolizante y una práctica fundada sobre los falsos principios del libe­ralismo, del mundo moderno, principios en los que están imbuidos los enemigos de la Iglesia: protestantes, masones, marxistas; principios de una filosofía hegeliana, subjetivista, irreal, evolutiva, que está en la base de la democracia, de las falsas libertades indivi­duales; todo eso bajo un espejismo de pro­greso, de mutación, de dignidad de la persona humana, etcétera.

Esta incoherencia esencial del liberal le da un doble rostro, una doble personalidad, una dualidad constante que provoca la autodestrucción.

Se puede decir que no hay peor mal que el de tener en la Sede de Pedro a un liberal convencido. De ahí la alegría de los enemigos de la Iglesia, quienes la manifiestan pública­mente. De ahí también el bloqueo de las reac­ciones de los católicos fieles por el rostro aparentemente tradicional del Papa.

Es un segundo Lamennais, torturado, in­quieto, capaz de gran sentimentalismo y de reacciones crueles.

Me parece que esta respuesta corresponde mejor a la historia del liberalismo y a la del propio Pablo VI. Ella explica mejor todo lo que hizo y sigue haciendo. Ella ilumina el Concilio Vaticano y el período posconciliar. Echa una luz lóbrega sobre el Vaticano y los agentes que allí operan, de conformidad con lo que han hecho los verdaderos liberales du­rante dos siglos.

Nuestra conclusión, en este caso, es la si­guiente: estamos con Pablo VI, sucesor de Pedro cuando cumple su papel; nos negamos a seguir a Pablo VI, sucesor de Lutero, de Rousseau, de Lamennais," etcétera.

El Magisterio oficial y perpetuo de la Igle­sia nos permite ver cuándo Pablo VI obra de una manera o de otra.

Estimamos nulos todos los esfuerzos, to­dos los actos, todas las contrariedades que nos vienen de él para obligarnos a seguir a Pablo VI liberal y destructor de nuestra Fe; aceptamos, por el contrario, todos los actos tendientes a sostener nuestra Fe católica, por­que en la Iglesia, por voluntad de su Funda­dor y por la naturaleza misma de la Iglesia, todo está ordenado a la Fe, prenda de la vida eterna: todos los poderes, todas las leyes es­tán ordenados a ese fin. Utilizar esos poderes y esas leyes para la ruina de la Fe y de las instituciones de la Iglesia es un evidente abu­so de poder y una abierta desobediencia a Nuestro Señor. Colaborar con esta ruina, so­metiéndose a un mandamiento inmoral, es contribuir a la desobediencia a Nuestro Señor.

Si pareciera imposible, como lo afirman los progresistas y los que siguen a Pablo VI con los ojos cerrados, que el Papa Pablo VI sea verdaderamente Papa y favorezca al mismo tiempo la herejía, y, por consiguiente, si pareciera que es contrario a las promesas hechas por Nuestro Señor Jesucristo que un Papa sea profundamente liberal, entonces se­ría preciso adherirse a la primera hipótesis. Pero eso no parece evidente. Es el cardenal Daniélou quien dice, en la última obra publi­cada al respecto, que el papa Pablo VI es un liberal.

De todas maneras, debemos rezar mucho por el Papa para que guarde fielmente el de­pósito de la Fe que le ha sido confiado.




2. ¿Cuál debe ser nuestra actitud respecto de la nueva Misa, y por este hecho, respecto de toda la reforma litúrgica, incluyendo la re­forma del breviario, del calendario litúrgico, del rito de los difuntos, etcétera?

Acá también nuestra actitud dependerá de la definición que demos de esta reforma.

Si estimamos esta liturgia reformada como herética e inválida, ya sea a causa de las mo­dificaciones introducidas en la materia y en la forma, ya sea a causa de la intención del reformador inscrita en el nuevo rito y con­traria a la intención de la Iglesia Católica, es evidente que nos está prohibido participar en esos ritos reformados: participaríamos en una acción sacrílega.

Esta opinión se apoya sobre razones serias, pero no absolutamente evidentes. Por ello, me   parece   imprudente   afirmar   que   pecan gravemente todos los que participan, de cual­quier manera que sea, en un rito reformado.

Dejando de lado las personas que confieren los sacramentos según este nuevo rito, si se considera la reforma general en los textos pu­blicados por Roma, nos vemos obligados a decir, con los cardenales Ottaviani y Bacci, que estos ritos se alejan de manera en verdad inquietante de los textos definidos sobre ese tema en el Concilio de Trento. La preocupa­ción de un ecumenismo exagerado aproximó de tal manera esta reforma a la reforma pro­testante que de ello resulta un grave peligro de disminución de la Fe y hasta de pérdida de la Fe para quienes usan esos ritos de ma­nera habitual y constante, y esto incluso en el caso de quienes se esfuerzan por guardar las apariencias de la Tradición.

Este juicio se emite sobre los textos refor­mados oficiales: "faventes heresiam".

Esos textos concluyen pues por ejercer una influencia sobre la intención de muchos sacer­dotes, sobre todo de los jóvenes, alejándolos de la intención de hacer lo que hace la Iglesia Católica, de ahí los riesgos de invalidez.

En efecto, los textos nuevos han eliminado las alusiones al Sacrificio propiciatorio, han aumentado la atmósfera de comida, de Cena, en detrimento del Sacrificio; han disminuido la adoración, las señales de la Cruz, las ge­nuflexiones.

Todo en el nuevo rito tiende a reemplazar el dogma católico sobre la Misa y definido por el Concilio de Trento, por las nociones protestantes.

De esta manera, la intención terminará por aplicarse a un rito protestante y ya no a lo que hace la Iglesia de siempre y para siempre.

Hay que añadir las malas traducciones, las adaptaciones, la creatividad, etc., otras tantas causas de invalidez posible, y, en todo caso, de sacrilegios.

La conclusión es evidente: es un deber abs­tenernos habitualmente, no aceptar asistir si­no en casos excepcionales: casamiento, entie­rro, y cuando se tiene la certeza moral de que la Misa es válida y no sacrílega.

Y esto vale para toda la reforma litúrgica.

Es mejor no asistir sino una vez al mes a la verdadera Misa y si fuera necesario incluso de manera más espaciada todavía, antes que participar en un rito que tiene sabor protes­tante, que nos priva de la adoración debida a Nuestro Señor y tal vez hasta de Su pre­sencia.

Los padres deben explicar a sus hijos por qué prefieren rezar en casa antes que concu­rrir a una ceremonia peligrosa para su Fe.

Sin palabras


3. Sobre la jurisdicción para los jóvenes sacerdotes de la Fraternidad.

Las leyes naturales y sobrenaturales, es de­cir, el Decálogo y el Derecho Canónico, están todas ordenadas a la vida. Por eso, el legisla­dor ha previsto que, en peligro de muerte y, sobre todo, de muerte sobrenatural, o incluso en los casos urgentes en que se requiere el empleo de los medios necesarios para conser­var la vida sobrenatural, los poderes son con­cedidos por el Derecho a quienes tienen la facultad radical de adquirirlos (C.I.C. 882; 2261,2).

Ahora bien, en el ambiente de la reforma litúrgica, las dudas sobre la validez de los Sacramentos se tornan mes a mes más nu­merosas. Los propios ritos nuevos llevan en sí serias dudas. Las almas están en una situa­ción de continuo peligro de muerte.

Es pues normal e incluso necesario que los sacerdotes utilicen esos poderes excepcionales para ir en socorro de esas almas abando­nadas y que languidecen.

La censura en que hubieran incurrido, in­cluso si fuese válida, no podría dispensarlos de ir en socorro de las almas que les suplican les comuniquen la gracia que les es necesaria para su vida sobrenatural y que están ciertas de recibir por el ministerio de esos jóvenes sacerdotes, puesto que ellos utilizan los ritos milenarios que la Iglesia Católica ha emplea­do siempre para transmitir la gracia.

Eso vale para los bautismos, confesiones, extremaunción.

Para el matrimonio, son los propios futuros esposos quienes reciben esta autorización por el Derecho, y el sacerdote que no es delegado oficialmente debe, sin embargo, ser testigo del Sacramento del matrimonio si está cerca y si ningún otro sacerdote puede o quiere asistir (Canon 1098).

Lo que interesa gravemente es que en cada priorato2 se lleven con exactitud los registros concernientes a la recepción de los Sacramen­tos, para que cuando se vuelva a una situación normal esos registros sean colocados en los archivos de las diócesis, al menos una copia. (Deben redactarse siempre en ejemplar doble, de los cuales uno debe remitirse a los archi­vos del distrito cuando esté completo).

2    Véase nota de la pagina 79.


4. ¿Cómo considerar el retorno a una si­tuación normal?

Como se trata del porvenir, sabemos que pertenece a Dios y que es, pues, difícil hacer previsiones.

Sin embargo, comprobemos en primer lu­gar, que la anomalía en la Iglesia no vino de nosotros, sino de aquéllos que se esforzaron por imponer una orientación nueva a la Igle­sia, orientación contraria a la Tradición e in­cluso condenada por el Magisterio de la Iglesia.

Si parecemos estar en una situación anor­mal es porque aquéllos que hoy tienen la autoridad en la Iglesia queman lo que antes habían adorado y adoran lo que antes era quemado.

Los que se han apartado de la vía normal y tradicional son quienes tendrán que volver a lo que la Iglesia ha enseñado siempre y a lo que siempre ha realizado.

¿Cómo podrá hacerse esto? Humanamente hablando, parece sí que sólo el Papa, digamos un Papa, podrá restablecer el orden destruido en todos los campos.

Pero es preferible dejar estas cosas a la Providencia divina.

Sin embargo, nuestro deber consiste en ha­cer todo para conservar el respeto de la jerar­quía en la medida en que sus miembros aún forman parte de ella, y saber hacer la distin­ción entre la institución divina a la cual de­bemos estar muy aferrados, y los errores que pueden profesar unos malos pastores. Debe­mos hacer cuanto sea posible para iluminarlos y convertirlos por nuestras oraciones, y nues­tro ejemplo de mansedumbre y firmeza.

A medida que se fundan nuestros prioratos tendremos esta preocupación de insertarnos en las diócesis mediante nuestro verdadero apostolado sacerdotal sometido al sucesor de Pedro, como sucesor de Pedro, no como su­cesor de Lutero o de Lamennais. Tendremos respeto e incluso afecto sacerdotal por todos los sacerdotes, esforzándonos por darles la verdadera noción del Sacerdocio y del Sacri­ficio, por acogerlos para retiros, por predicar misiones en las parroquias como San Grignion de Montfort, predicando la Cruz de Jesús y el verdadero Sacrificio de la Misa.

Así, por la gracia de la Verdad, de la Tra­dición, se desvanecerán los prejuicios a nues­tro respecto, al menos de parte de los espíri­tus todavía bien dispuestos y nuestra futura inserción oficial se verá, por ello, grandemen­te facilitada.

Evitemos los anatemas, las injurias, las pu­llas, evitemos las polémicas estériles, rece­mos, santifiquémonos, santifiquemos las al­mas que vendrán a nosotros cada vez más numerosas, en la medida en que encuentren en nosotros aquello de lo cual tienen sed: la gracia de un verdadero sacerdote, de un pas­tor de almas, celoso, fuerte en su Fe, paciente, misericordioso, sediento de la salvación de las almas y de la gloria de Nuestro Señor Jesu­cristo.


El Padre Pio celebrando la Santa Misa