En esta tercera entrega del libro "El golpe maestro de Satanás"
de Monseñor Marcel Lefebvre
Vemos el desarrollo, luego de doce años
de la finalización del Concilio Vaticano II,
y las consecuencias devastadoras del mismo en sus aplicaciones,
como también a algunos de sus principales ejecutores.
Juan XXIII y Paulo VI los Papas del Concilio Vaticano II |
III
Después de los doce años de periodo
pos-conciliar, es más fácil realizar un ensayo de síntesis de los graves
errores que ya en el Concilio y desde el Concilio infestan a la Iglesia y
condicionan la actitud de aquéllos que tienen las más grandes responsabilidades
en la Iglesia, a tal punto que para buen número de ellos uno puede
legítimamente preguntarse si tienen todavía la fe católica y, en consecuencia,
si tienen todavía su jurisdicción.
Me parece que se puede, razonable y objetivamente, pensar que
los autores de esta mutación aparecida en la Iglesia con el Concilio Vaticano
II han buscado con vigor este cambio teniendo como objetivo un nuevo humanismo,
como lo querían ya los pelagianos, como lo hicieron los autores del Renacimiento.
Esas personas, ya antes del Concilio, cardenales Montini,
Bea, Prings, Liénart, etc., estimaron que se debía buscar una vía nueva para
universalizar a la Iglesia, para hacerla aceptable al
mundo moderno tal como es con sus falsas filosofías, sus falsas religiones, sus
falsos principios políticos y sociales.
Prefirieron
dejar en la sombra la vía de la Fe, demasiado intolerante para el error y el
vicio, demasiado ventajosa para la Iglesia Católica Romana y, en consecuencia,
demasiado exigente, que obliga a un combate y a una vigilancia continuos al
ubicar a la Iglesia y al "mundo" en un estado de perpetua
hostilidad.
Esa vía
nueva no podía ser sino un renacimiento de un humanismo acogedor para todo lo
que es o aparece humanamente bueno y aceptable en el error y el vicio. En esta
óptica, podría realizarse una unión universal de todas las culturas y las
ideologías bajo - la égida de la Iglesia.
Se imagina
inmediatamente lo que representa como alejamiento de la Fe tal designio: hay
que desdibujar el pecado original, abandonar la idea de que únicamente la
Iglesia Católica es la Verdad y la posee, que Ella es la única vía de
salvación; que ningún acto es meritorio sin la unión con Nuestro Señor.
La Verdad
no será más el criterio de la Unidad sino un "fondo común de sentimiento
religioso", de pacifismo, de libertad, de reconocimiento de los derechos
del hombre...
No se sabría
insistir demasiado para mostrar cómo este nuevo humanismo no es sino el término
de aquél del Renacimiento; después de varios siglos de naturalismo y, especialmente
desde el siglo XVIII, los filósofos subjetivistas y ateos, al rechazar el
pecado original y en consecuencia la necesidad de la Redención y de la
Encarnación, negaron la Divinidad de Nuestro Señor, juntándose a muchas sectas
protestantes.
El liberalismo
católico o sedicente
católico ha obrado a modo de "caballo de Troya" para hacer penetrar esos
falsos principios en el interior
de la Iglesia. Quisieron "desposar
a la Iglesia con la Revolución".
Esos esfuerzos se abrieron camino ayudados por las sociedades secretas y
los gobiernos laicos y democráticos; los
miembros más eminentes de la Iglesia fueron contaminados: teólogos, obispos,
cardenales, seminarios, universidades han sido atraídos poco a poco por esas
ideas universalistas, opuestas fundamentalmente a la fe católica.
Para la
realización de este universalismo, es preciso suprimir lo que es específico de
la Fe católica, que se opone necesariamente a ese "fondo común" que
permite la unión universal.
El medio
preconizado es "el ecumenismo".
El
ecumenismo permitirá a todos los grupos humanos importantes, representativos
de una religión o ideología, entrar en contacto con la Iglesia y manifestar a
la Iglesia las condiciones que estiman deben exigir de la Iglesia para una unión
universal.
Los
mayores obstáculos son aquéllos que afirman y expresan la Verdad de la Iglesia,
su unidad, la absoluta necesidad de la unidad en la Fe católica; que la
Iglesia es la única vía de salvación; que posee el único Sacerdocio de Cristo;
que proclama la necesaria Realeza social de Nuestro Señor Jesucristo.
En
consecuencia:
—hay
que modificar la Liturgia;
—hay
que modificar el Sacerdocio y la Jerarquía;
—hay
que modificar la enseñanza del catecismo, la concepción de la Fe católica; de
ahí el cambio del magisterio en las universidades, seminarios, escuelas, etc.;
—hay
que modificar la Biblia y constituir una Biblia "ecuménica";
—hay
que suprimir los Estados católicos y aceptar el "derecho común";
—hay
que atenuar el rigor moral reemplazando la ley moral por la conciencia.
El
principio que ayudará a reducir los obstáculos será el de la filosofía
subjetiva, porque la filosofía del ser, la filosofía escolástica, obliga a la
inteligencia a someterse a una realidad exterior, a Dios, a sus leyes, como la
fe católica exige la adhesión de la inteligencia a las verdades reveladas, al
Credo, al Decálogo, a las instituciones divinas.
La
filosofía subjetiva deja la Verdad y la moral a la creatividad y a la
iniciativa personal de cada individuo. Nadie puede ser obligado a adherir a
la Verdad y a seguir la ley.
Esta
concepción de la Verdad y de la ley moral vuelve las realidades relativas a las
personas, a las sociedades, a las épocas. Ella está en la base de los Derechos
del hombre.
Se
puede advertir esta concepción en los documentos oficiales de la Iglesia y de
los Episcopados.
La
concepción de esta Fe subjetiva, conforme a la doctrina modernista, se
encuentra en la mayoría de los nuevos catecismos, en los documentos de
catequesis, en la nueva eclesiología: Iglesia viviente sumisa al Espíritu que
la adapta a las condiciones modernas. El Pentecostalismo es una manifestación
de ella.
Taizé
comparte esta manera de concebir la religión.
El
Espíritu se manifiesta en cada individuo de una manera diferente.
Las
reformas que han sido impuestas a la Iglesia desde el Concilio se han realizado
con este nuevo espíritu: la investigación, la creatividad, el pluralismo, la
diversidad; espíritu que se opone radicalmente a la verdadera concepción de la
Verdad y de la Fe, de tal modo, que únicamente esta concepción será combatida y
considerada como inadmisible.
Porque
es evidente que la Verdad es intolerante con el error, que la virtud no tolera
al vicio, que la ley no tolera la licencia. Es preciso hacer una elección.
Hay
que juzgar de esta manera todas las reformas cumplidas en nombre del Concilio y
a justo título en nombre del Concilio, porque el Concilio ha abierto horizontes
hasta entonces prohibidos por la Iglesia:
—admisión
de los principios de un falso humanismo;
—libertad
de cultura, de religión, de conciencia;
—respeto,
cuando no es admisión del error, al mismo título que la verdad.
La
suspensión de las excomuniones concernientes al error y la inmoralidad
públicos es un estímulo cuyas consecuencias son incalculables.
Sería
necesario estudiar cada reforma en particular para descubrir la aplicación de
esos falsos principios en lo concreto.
Una
de las más graves y más características es el cambio de actitud de la Santa
Sede frente a la Realeza Social de Nuestro Señor Jesucristo. La modificación de
los textos litúrgicos de la fiesta de Cristo Rey es significativa. El aliento
a la laicidad de la Sociedad civil es una consecuencia inmediata de ello.
Ecône, 20 de junio de 1977