La Navidad, que en el siglo XVII tuvo que ser rescatada de
la tristeza, tiene que ser rescatada en el siglo XX de la frivolidad. La
Navidad, como tantas otras creaciones cristianas y católicas, es una boda. Es
la boda del más indómito espíritu de gozo humano con el más elevado espíritu de
humildad y sentido místico. Y el paralelo de una boda es bien válido en más de
una manera; porque este nuevo peligro que amenaza la Navidad es el mismo que
hace tiempo ha vulgarizado y viciado las bodas. Es lógico que haya pompa y gozo
popular en una boda; de ninguna manera estoy de acuerdo con los que querrían
que fuera algo privado y personal, como la declaración de amor o el compromiso
de matrimonio. Si una persona no está orgullosa de casarse, ¿de qué podrá
enorgullecerse?, ¿y por qué se empeña entonces en casarse? Pero en casos
normales todo este jolgorio que se organiza está subordinado al matrimonio
porque existe “en honor” del matrimonio. Fueron a ese lugar a casarse, no a
alegrarse; y se alegran porque se han casado. Sin embargo, en tantas bodas de
famosos se pierden de vista por completo este serio objetivo y no queda nada
más que la frivolidad. Porque la frivolidad es el intento de alegrarse sin nada
sobre lo que alegrarse. El resultado es que al final hasta la frivolidad
como frivolidad empieza a desvanecerse.
Quienes empezaron a juntarse sólo por diversión acaban haciéndolo sólo porque
está de moda; y no queda ni siquiera la más débil sugestión de regocijo, sino
tan sólo de ruido y alboroto.
De manera parecida, la gente está perdiendo la capacidad de
disfrutar la Navidad porque la ha identificado con el regocijo. Una vez que han
perdido de vista la antigua sugestión de que es por alguna cosa que ocurre,
caen naturalmente en pausas en las que se preguntan con asombro si es que
ocurre algo de verdad. Que se nos diga que nos alegremos el día de Navidad es
razonable e inteligente, pero sólo si se entiende lo que el mismo nombre de la
fiesta significa. Que se nos diga que nos alegremos el 25 de diciembre es como
si alguien nos dice que nos alegremos a las once y cuarto de un jueves por la
mañana. Uno no puede ser frívolo así, de repente, a no ser que crea que existe
una razón seria para ser frívolo. Un hombre podría organizar una fiesta si
hubiera heredado una fortuna; incluso podría hacer bromas sobre la fortuna.
Pero no haría nada de eso si la fortuna fuera una broma. No sería tan
bullicioso, le hubiera dejado puñados de billetes bancarios falsos o un
talonario de cheques sin fondos. Por divertida que fuera la acción del
testador, no sería durante mucho tiempo ocasión de festividades sociales y
celebraciones de todo tipo. No se puede empezar ni siquiera una francachela por
una herencia que es sólo ficticia. No se puede empezar una francachela para
celebrar un milagro del que se sabe que no es más que un engaño de milagro. Al
desechar el aspecto divino de la Navidad y exigir sólo el humano, se está
pidiendo demasiado a la naturaleza humana. Se está pidiendo a los ciudadanos
que iluminen la ciudad por una victoria que no ha tenido lugar.
Hoy nuestra tarea consiste en rescatar la festividad de la
frivolidad. Es la única manera de que vuelva a ser festiva. Los niños todavía
entienden la fiesta de Navidad: algunas veces festejan con exceso en lo que se
refiere a comer una tarta o un pavo, pero no hay nunca nada frívolo en su
actitud hacia la tarta o el pavo. Y tampoco hay la más mínima frivolidad en su
actitud con respecto al árbol de Navidad o a los Reyes Magos. Poseen el sentido
serio y hasta solemne de la gran verdad: que la Navidad es un momento del año
en el que pasan cosas de verdad, cosas que no pasan siempre. Pero aun en los
niños esa sensatez se encuentra de alguna manera en guerra con la sociedad. La
vívida magia de esa noche y de ese día está siendo asesinada por la vulgar
veleidad de los otros trescientos sesenta y cuatro días.
G. K. Chesterton, tomado de “La mujer y la familia”, Ed.
Styria, 2006.
Publicado por Stat Veritas