domingo, 2 de agosto de 2015
Casi
 todo este sermón consistirá en leer algunos comentarios de los
 Santos Padres acerca del Evangelio de hoy, que se encuentran en la
 “Catena Aurea” de Santo Tomás de Aquino.
Y
 dijo esta parábola a los que, confiando en sí mismos, se tienen
 por justos y desprecian a los demás: dos hombres subieron al templo
 a orar: uno fariseo y otro publicano.
Y
 el fariseo, estando de pie… Cuando
 dice que estaba de pie, Nuestro Señor indica el orgullo,
 porque el fariseo se mostraba muy soberbio aun en su actitud física.
 En la soberbia hay
 un menosprecio de Dios. Es soberbio el que se atribuye a sí mismo
 las buenas acciones que ejecuta y no a Dios. La causa por la que los
 soberbios confían excesivamente en sí mismos, está precisamente
 en no atribuir a Dios lo bueno que hacen o que tienen. Decía Mons.
 Lefebvre que para ser humildes debemos estar en presencia de Dios,
 es decir, en la realidad, conscientes de que Él es todo y nosotros
 somos nada.
Oraba el
 fariseo en
 su interior… Es
 decir, como si no orase delante de Dios, porque se volvía hacia sí
 mismo por el pecado de la soberbia. El soberbio es siempre un
 egoísta, un enamorado de sí mismo. Y
 decía: yo te doy gracias, Dios mío… San
 Agustín comenta que no es reprendido por agradecer a Dios, sino
 porque ya no deseaba nada más para sí. Creyéndose perfecto, no
 necesitaba decir: perdona
 nuestras deudas.
 Como si el fariseo dijera: Dios me ha hecho hombre pero yo me hago
 justo (o bueno o santo).
El
 clero modernista enseña la oración del fariseo.
 En el lenguaje corriente,  la Misa ha
 pasado a ser la Eucaristía,
 palabra que significa acción
 de gracias.
 Si para los modernistas estamos todos salvados, y si “el infierno,
 si es que existe, está vacío” (Von Balthazar), ¿para qué
 suplicar? Sólo queda agradecer. Y muchas veces se oye decir: “yo
 no le pido nada a Dios, sólo le agradezco”. Diabólica ilusión
 de rectitud, desinterés y simplicidad. Cuidado.
Gracias -decía- porque
 no soy como los demás hombres… Si
 solamente dijese "como muchos hombres", pero con eso de
 “los
 demás hombres” quiere
 decir todos excepto él mismo.
Comenta
 San Gregorio que de cuatro maneras suele demostrarse el orgullo:
 primero, cuando uno cree que lo bueno que tiene o hace nace
 exclusivamente de sí mismo; luego cuando uno, convencido de que se
 le ha dado la gracia de lo alto, cree haberla recibido por sus
 propios méritos; en tercer lugar, cuando se jacta uno de tener lo
 que no tiene y, finalmente, cuando desprecia a los demás queriendo
 aparecer como teniendo lo que ellos desean.
San
 Agustín agrega que al estar el publicano cerca del fariseo, se
 le presentó a éste una ocasión para aumentar su orgullo, y por
 eso sigue diciendo: ni como este publicano...
 Como queriendo decir: “yo soy único, y éste es como los demás”.
No
 le bastó menospreciar a toda la humanidad -dice San Juan
 Crisóstomo-, sino que se refirió también al publicano en
 particular. Su falta habría sido menor si le hubiese exceptuado,
 pero con sus palabras ofende a los ausentes y lacera la herida del
 que está presente. Porque la acción de gracias no debe ser un
 insulto a los demás. Cuando damos gracias a Dios, no nos dirijamos
 a los demás hombres ni condenemos al prójimo.
Gracias
 porque no soy como los demás hombres, ladrones, injustos,
 adúlteros... Como
 el fariseo sabe que conviene no sólo evitar el mal, sino también
 hacer el bien, añade en contraposición a los pecados “de los
 demás hombres” las siguientes obras buenas: ayuno
 dos veces en la semana (los
 fariseos ayunaban los lunes y los jueves), y doy
 el diezmo de todo lo que poseo... Está
 diciendo: “evito el mal y hago el bien. No peco, pero no sólo
 eso: además me mortifico y doy generosas limosnas de mis bienes”.
 Nada mal.
San
 Gregorio comenta: por el orgullo abrió la ciudad de su corazón
 a los enemigos que la sitiaban, que en vano cerró por la oración y
 el ayuno, porque todas las fortificaciones se hacen inútiles cuando
 hay en ellas un solo punto por el que puede entrar el enemigo. De
 ciertas  monjas jansenistas (las de Port Royal), decía Pascal:
 “son puras como ángeles pero orgullosas como demonios” Cuidado.
 Por algo Cristo dice “vigilad y orad” y no sólo “orad.”
 ¿Vigilar qué? Pues nuestras intenciones ante todo, nuestro
 corazón.
Dice
 San Agustín: observa sus palabras y no encontrarás ruego alguno
 dirigido a Dios. Sólo “eucaristía”, sólo acción de gracias.
 Había subido en verdad a orar, pero no quiso rogar o suplicar a
 Dios, sino alabarse o ensalzarse a sí mismo, e insultar al que
 rogaba.
Entre
 tanto el publicano, a quien alejaba de Dios su propia conciencia, se
 acercaba a Él por su piedad y su humildad. Por esto sigue diciendo
 el Evangelio: pero el publicano, estando lejos…
El
 publicano se diferencia del fariseo no sólo en las palabras y en la
 actitud, sino sobre todo en la contrición del corazón. Porque no
 se atrevía a levantar sus ojos al cielo, creyendo que eran
 indignos de ver lo alto los ojos que antes eligieron buscar y mirar
 las cosas bajas. Por esta razón se daba golpes de pecho,
 como para castigar su corazón por las malas intenciones pasadas, y
 por eso decía Dios mío, ten piedad de mí, pecador.
Cuarenta
 años estuvo dedicada Santa María Magdalena a hacer lo mismo en una
 cueva de Marsella, ella, que de gran pecadora se convirtió en gran
 santa, “porque amó mucho” (Lc. 7 47). Las monjas fariseas de
 Port Royal, exteriormente correctas e intachables, a las que poco o
 nada se les había perdonado -por eso amaban poco- no la habrían
 aceptado como postulante.
Si
 el publicano hubiera oído eso de: "gracias, Dios mío,
 porque no soy como este publicano", no se habría indignado,
 sino que habría experimentado mayor contrición. El fariseo había
 descubierto la enfermedad del publicano, pero éste no buscaba
 ocultarla: buscaba curarse. “No necesitan médico los sanos, sino
 los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los
 pecadores”, dice Cristo (Mc. 2 17).
San
 Agustín agrega: estaba lejos el publicano y, sin embargo, se
 acercaba a Dios, y el Señor se acercaba a él. Su conciencia lo
 hundía pero su esperanza lo elevaba. Hería su pecho y se castigaba
 a sí mismo, y el Señor le perdonaba, porque se confesaba.
Habéis
 oído al acusador soberbio y al culpable humilde -sigo citando a San
 Agustín-, oíd ahora al Juez que dice: os digo que éste
 y no aquél, descendió justificado a su casa.
Dice
 San Juan Crisóstomo que en esta parábola propone Nuestro Señor
 dos carros en una carrera. Uno es la justicia unida a la
 soberbia, el otro es el pecado unido a la humildad.
 El carro del pecado sobrepasa al de la justicia por
 la fuerza de la humildad que lo acompaña. El otro
 es vencido por el peso de la soberbia. Por tanto, aun
 cuando lleves en tu conciencia el peso de mil culpas, si te crees
 pequeño, alcanzarás a Dios.
Y
 el Evangelio señala la causa de la sentencia divina que condena al
 fariseo y absuelve al publicano, cuando añade: porque
 todo el que se ensalza (o eleva) será
 humillado y el que se humilla (o rebaja) será
 ensalzado.  La soberbia -sigo citando
 al santo- puede privar del cielo al que no se cuide de ella,
 mientras que la humildad saca al hombre de sus
 pecados. Ella fue la que salvó al publicano, no al fariseo, y al
 buen ladrón dio el paraíso antes que a los Apóstoles. Si
 la humildad unida al pecado corre tan fácilmente
 que adelanta a la soberbia unida a la justicia,
 ¿cuánto más adelantará la humildad unida a la justicia?
 Y si el orgullo unido a la justicia puede dañar tanto a ésta, ¿a
 cuáles profundidades del infierno iremos si al orgullo
 unimos el pecado?
“Porque
 ha mirado la humildad de
 su esclava, por eso todas las generaciones me llamarán
 bienaventurada”, dice la Santísima Virgen en el Magnificat.
 Gracias, entonces, a la humildad,
 a su
 humildad,
 hubo Encarnación y pudimos ser redimidos. Todos
 los bienes nos vienen por la humildad.
 Que por la intercesión de nuestra Madre, Dios nos haga humildes.
Publicado
por Syllabus
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