De la serie de Humor, "Bichósofos".
Alguien me dijo: -”Vos tenés que
escribir cosas de humor” - después de leer un pequeño escrito mío hecho con ese
espíritu. Pero es difícil escribir algo de humor desde Buenos Aires, la ciudad
del tango triste y amargo. Fruto de una visión sensiblera y superficial de la
vida. Fruto de una mentalidad resentida por la ignorancia de lo verdadero y por
la inmadurez del alma. Estamos hoy, además, asediados por el rock, esa bestia
que no solo desconoce lo que es la alegría, la verdadera alegría, la cual
debiera ser la manifestación normal y natural de la gente joven, sin
embargo esta “música” odia la vida misma y ama la muerte. Ama el suicidio. Su música,
la del rock, suena como los gritos de los condenados en el infierno. No es una
buena música. No hace bien. No puede hacer bien. Al menos no está creada para
hacer algún bien. A no ser que sea considerado un bien el rebelarse contra la
existencia y contra todo. A no ser que se considere un bien instalar el
infierno aquí mismo. Sus “conciertos” son un aquelarre. Una noche de brujas. Un
ritual satánico. Allí no hay ni alegría, ni buen humor. Sino un ambiente
irrespirable de humo, llamas de bengalas, oscuridad, aturdimiento, gritos
rabiosos, confusión, aullidos desesperados, imágenes infernales y desasosiego.
Esto no puede nunca engendrar alegría de la vida, sino una acedia ante la vida.
Si,
parece haber muerto definitivamente el humor en Buenos Aires - me refiero
al buen humor. Porque yo vivo aquí, me crié aquí, en esta ciudad, y lo sé.
Aunque me atrevería a decir que parece haber muerto el buen humor no solo en
Buenos Aires, sino en todo el mundo (pues también nací y me crié en este
mundo). Y, me refiero al buen humor. Tal vez se deba esto a
que el mundo está enfermo, muy enfermo. Pues el humor, el buen humor, es como
un síntoma de salud, de buena salud. De buena salud del espíritu. De buena
salud del alma. De buena salud de la mente. El buen humor nace de un equilibrio
interior, en donde las pasiones no luchan entre sí, sino que conviven en
armonía. Están contenidas. No destruidas. Las pasiones conservan todas sus
fuerzas pero están ubicadas cada una en su sitio (aunque, a veces, alguna
de ellas, reclame una supremacía indebida sobre las otras). De allí viene el
término: “estar contento”. Estar contento significa estar
contenido, es decir, dueño de sí mismo. A un río al que le quitaran de
pronto las paredes de su cauce que le contiene, perdería no solo la
fuerza de su caudal sino que dejaría de ser río, perdería su ser,
desaparecería con la dispersión de sus aguas. Sería absorbido por la
tierra. Estar contenido. No arrastrado por los vientos, vengan estos desde
afuera o desde adentro. Es el señorío sobre sí mismo. Es la alegría de la
victoria en el interior nuestro, desbordando luego, generosamente, en el buen
humor. El buen humor no significa carcajadas ni ruido exterior. Es una alegría
en paz. Es una alegría serena producida por la paz interior. Jamás es ruido
que aturde. En cambio, la mala salud, que es una ruptura del equilibrio
homeostático, como dicen los homeópatas, se manifiesta en el síntoma de la
tristeza y del mal humor, o en un humor resentido y amargo. La mala salud es la
manifestación de algo que se ha roto adentro. El buen humor es como una
manifestación de la alegría interior producida por una plenitud del ser. El
desborde de una abundancia de vida interior. El desborde de una riqueza
interior.
De la serie de Humor: "Bichósofos".
El
buen humor cuando se muestra se dirige al intelecto. El buen humor no es “lo
cómico”. Lo cómico se dirige más bien a los sentidos. Es más exterior. Por eso
produce manifestaciones más ruidosas, como la carcajada. El buen humor es más
interior, va al goce de la inteligencia. Puede producir una sonrisa, nunca una
carcajada. Y estamos siempre refiriéndonos al buen humor. No al humor “ácido o
corrosivo” de nuestros días, tan elogiado como una gran manifestación
“intelectual” cuando no es más que el producto del resentimiento y del odio más
carnal y material. Y, lo intelectual, no reside allí, sino en el espíritu. Es
cierto y está bien aplicarle el calificativo de “corrosivo” porque su “misión”
consiste en corroer, en destruir a modo de un ácido. E intenta destruir,
generalmente, lo que él mismo considera como “malo” por oposición a sus propios
gustos o intereses (porque no existen solo intereses económicos) también
existen intereses morales o, mejor dicho, inmorales. Son aquellos intereses
adulantes de nuestras pasiones, de nuestras malas inclinaciones, de nuestras
debilidades, de nuestras secretas envidias, de nuestro orgullo y amor propio.
Ocultos, muchas veces, bajo apariencias de justicia, de altruismo, de
filantropía, y todo ello, ni siquiera es el verdadero objeto de su afán
destructivo y corrosivo, sino el de favorecer alguna pasión propia, algún
“pecadito” favorito. Muchas veces, como dijimos, este “humor corrosivo y
disolvente” sirve a modo de encubrimiento de sus verdaderos deseos: la
liberación de las propias pasiones y, especialmente, del egoísmo y el orgullo.
El humor corrosivo y amargo no brota de una rica plenitud y alegría interior,
ni tampoco es el producto de un gozo y plenitud interior, tal como el del
buen humor. Este humor es incapaz de generar una sonrisa, a lo sumo
engendra una mueca de dientes apretados antes que una sonrisa. El buen
humor es como la buena música que armoniza con los misteriosos y profundos
acordes de nuestra alma. El buen humor nos hace exclamar: “¡Qué bueno que está
esto!”. El humor corrosivo, en cambio, dice: “Realmente esto debe ser
pisoteado, destruido”. El humor ácido nace de un desencanto de la vida. No cree
que nada pueda ser bueno. Que nada merezca existir. Elogia el poder del mal
como el único real y digno de tener en cuenta en este mundo. Y lo elogia
burlándose de lo realmente bueno porque no lo comprende y, lo que es
peor, no quiere comprenderlo. Envidia lo bueno como una quimera inalcanzable.
Como una ilusión. Se burla de él. Y la burla tiene algo de satánico. No nace de
un buen espíritu. Es el “humor” del desesperado. Del que ha perdido ya toda
esperanza y se refugia en el odio. Como es incapaz de amar, opta por el odio.
Como si éste fuera un valor real. El odio no tiene esencia propia. Su designio
es destruir lo que está construido. Su afán es destruir el ser. Ama el no ser.
Ama la nada. Es diabólico. No cabe en su cabeza desquiciada el: “Y vio Dios que
era bueno”, de su acto creador. Se elogia hoy en día al llamado “transgresor”,
pero su oficio es solo destruir lo ya hecho. El elogiado “transgresor” -
elogiado por su fácil y aparente valentía (aunque no es valentía alguna saberse
apoyado por “todo el mundo” y sostenido por poderosos interesados).
El transgresor no es un creador. Eso significaría un esfuerzo que es incapaz de
hacer, es simplemente un destructor. Destruir es siempre más fácil que crear.
Su oficio es destruir lo que otros construyeron. Él no construye nada. No hace
nada positivo. No crea nada. Si, por ejemplo, no existieran leyes, ¿Qué podría
él transgredir? Si no existieran cosas construidas por otros que las crearon
con esfuerzo ¿De qué viviría? ¿Cómo sería posible su propia existencia?
El
buen humor no es tal porque es iluso o porque no ve la realidad. El buen humor
no cree en “la ilusión”. Se goza con y en la
realidad porque la ve desde su óptica divina. El único buen humor es sólido
porque vive de lo real. Comprende, en cuánto está a su alcance, el fin o el
destino de los seres y de las cosas. Por eso mismo da gracias. Por eso
puede alegrarse realmente y estar de buen humor, aún en medio de la lucha y de
los reales sufrimientos de esta vida. No niega la “existencia” del mal en el
mundo, pero tampoco niega el bien. El bien verdadero sobrepasa en calidad a
la abundancia o cantidad de mal. Y no solo lo compensa sino
que lo vence en el fondo… en el fondo y en el jardín, por decir así. En lo
interior y en lo exterior. Y una de sus manifestaciones es precisamente el buen
humor. A pesar de las llamativas y aparentes victorias del mal. A pesar del mal
que existe como una carencia de ser en las cosas, sabe su sentido, sabe el “por
qué”. Por eso puede seguir teniendo “buen humor”. No se trata de una
autosugestión, ni tampoco de una ilusión inventada para poder soportar esta
vida o darle un sentido. Por supuesto que la vida y todas las cosas en que nos
movemos y existimos tienen un sentido, tienen un “por qué”, pero no
podemos reemplazar ese “por qué” con cualquiera otro “por qué” inventado por
nuestro pobre y limitado ingenio humano. Solo puede bastarnos aquel que es el
verdadero y real. Toda la creación es una sobreabundancia de la riqueza divina
y del amor divino que busca darse. La Creación está coronada, a modo de
estribillo, en cada una de sus etapas, con esta expresión gozosa que nos
reveló el mismo Creador: “Y vio Dios que era bueno”. Tenemos inevitablemente
que meternos en el terreno teológico. No hay otro lugar adónde ir a buscar
respuestas sobre qué significa “todo esto”. No lo hay ahora, ni lo hubo antes,
ni lo habrá después. Buscando solo sobre la superficie del mar nunca
conoceremos la profundidad del mar, qué cosa se esconde en sus profundidades.
No esperemos respuestas de las solas ciencias que navegan solo sobre la
superficie de las cosas ignorando su invisible, profundo y verdadero fundamento
de ellas, que está en la mente creadora de Dios, sobrepasando infinitamente la
inteligencia humana. Él les dio un sentido y un por qué a todas y a cada una de
las cosas. Nada existe de por sí, ni porque si. Es una ilusión pensar que el
hombre con solo la técnica experimental pueda llegar a conocer aquello que está
infinitamente fuera de su campo. Buscar en las causas materiales lo que tiene
su origen fuera de ellas es una empresa inútil. Los “hallazgos” de las
ciencias experimentales solo han servido para confirmar su inutilidad con
respecto a las causas más profundas de su existencia y el misterio insondable
de la inteligencia que tan sabiamente las produjo. Pero, claro, qué bueno sería
si realmente nada existiera fuera de nosotros, esto nos convertiría ipso
facto en dioses, es decir, en dueños supremos de nuestro destino.
Nosotros mismos decidiríamos cuál sería nuestro destino. Nos inventaríamos uno
y podríamos decidirlo de acuerdo a nuestro gusto. En realidad al gusto de cada
uno. Así que habría tantas respuestas sobre este enigma de la existencia y destino
de las cosas como hombres en el mundo. Tantas teorías como los antojos de cada
uno. Pero los hombres somos seres sociales. Cada uno de nosotros necesita de
todos los otros. Hemos sido hechos así. Hemos sido creados así. Pero vivir en
sociedad sería imposible entre seres que se condujeran cada uno solo según sus
antojos y caprichos. ¿Qué sería entonces “lo bueno” y qué “lo malo”? Cosas
innumerablemente distintas para unos y para otros según su egoísmo. Pero ¿Quién
puede decir qué es bueno y qué malo para la naturaleza del hombre sino aquél
que lo creó con un fin determinado dentro de toda la creación? Ningún hombre,
por el solo hecho de serlo, posee de por sí la autoridad para decidirlo. Porque
el hombre es solo una criatura. Solo un ser creado. Pequeño e insignificante
ante el todo. Absolutamente prescindible por sí mismo. Terrible humillación
para el orgullo de muchos. “El principio de la sabiduría está en el temor de
Dios” dice la Escritura Sagrada. Reconocer en un acto de humildad esta verdad
básica para todo hombre, paradójicamente, es un principio de real
liberación. Es el inicio del camino hacia la luz y hacia la verdadera
liberación. Porque es el inicio del camino hacia nuestro verdadero destino que
está más allá de lo que podemos imaginar. Allí hallaremos por fin la
comprensión del por qué nos puso Dios aquí. No son un capricho divino, por
ejemplo, los mandamientos que Él nos reveló. Responden a las reales necesidades
de nuestra naturaleza creada de seres individuales y sociales y dependientes. Los
mandamientos de la ley de Dios completan y enriquecen nuestro ser. Le mantienen
en el recto camino de su realización, individual y colectiva. El comenzar
a vivir esto es comenzar a entenderlo todo. Eso produce en nosotros la
paz y la alegría interior. Esto produce también el buen humor (hablando solo
desde un punto de vista puramente humano) porque “los frutos del Espíritu son
gozo y paz”, dice San Pablo. Y también el buen humor tiene que ver con ello, a
modo de un estado no solo espiritual sino también psíquico. Pero en sus
honduras rastreamos algo mucho más profundo y elevado que es la vida del
espíritu en comunión con Dios. No podremos, sin Dios, ni siquiera tener buen
humor. El mal humor es una rebeldía hacia Dios y toda la
creación, en cierto sentido. El llamado humor ácido es en general una expresión
de este estado de espíritu. Usando de este humor se busca corroer y destruir
todo lo que queda de las instituciones tradicionales, nacidas de una
cosmovisión de la vida. Rechazarlas solo logra el suicidio de la sociedad. ¿Es
más feliz la sociedad por este camino? Solo basta mirar alrededor. Las
manifestaciones artísticas - verdadero testigo y manifestador del espíritu que
alienta en una sociedad - han caído en lo bajo, lo vulgar, lo cruel, lo
deshonesto, lo impúdico, lo superficial, lo estúpido, la desesperación, el
nihilismo, el odio hacia lo bueno y santo, la burla de lo sacro, lo diabólico
y, desde allí, nos auguran un negro y amenazante futuro, dominado por la
frialdad de la máquina y la tecnología. Un futuro inhumano. No hecho para el
hombre. Un mundo sin buen humor. Con estúpidas distracciones “para pasar el
tiempo”, para tapar ese vacío de cálida humanidad. Un mundo futuro no hecho para
seres de carne y espíritu sino para máquinas, u hombres máquinas: para robots.
Los esclavos en la antigüedad aún podían rebelarse como seres humanos que eran,
pero los hombres-robots no se rebelarán. Han perdido partes esenciales de su
humanidad. Mejor dicho, han sepultado su verdadera humanidad debajo de
toneladas de tornillos y de acero, conformados y estructurados por las frías
ideologías racionalistas y ateas. No podrán rebelarse a esto. La única cosa que
hace posible la libertad es el conocimiento de la Verdad y la Verdad solo se
revela o desvela al espíritu, no a la carne y, menos a un robot, a un hombre
programado para obedecer a sus amos tecnocráticos. Un robot jamás podrá tener
ni siquiera buen humor.
De la serie de humor: "Bichósofos"
El humor y la caridad
Podríamos
decir que el humor, el buen humor, es también una de las manifestaciones de la
caridad, de la generosidad y de la magnanimidad del corazón. La caridad es como
la amalgama de la sociedad y, el buen humor es como una de las facetas visibles
de la caridad. El buen humor une, atempera la ira y busca siempre alguna
“excusa” para justificar, de algún modo, al que le ha ofendido, o creemos que
lo ha hecho. Enancha el corazón. El buen humor puede ser también una
característica de la humildad. Reírse de sí mismo es bueno, en la medida en que
es verdadero, es decir en la medida en que parte de un conocimiento real y más
profundo de sí mismo, de nuestra nada, es una gracia especialísima de
Dios. Ello nos enseña ciertamente a tener paciencia con nosotros mismos y nos
impide, de algún modo, de caer en la desesperanza o desesperación, que es una
falta de fe en la misericordia divina y en su siempre positivo auxilio. Es una
gracia de Dios muy grande vernos, aunque sea un poco, en nuestra real
dimensión, en nuestra real pequeñez. Nos acercamos así más a Cristo. Y Cristo
mismo tuvo hacia nosotros un santísimo y especialísimo buen humor. Un humor
cargado de misericordia y amor hacia nosotros, sus pequeños – como nos llamó
muchas veces.
No
hay mención, en los Santos Evangelios, de que Cristo haya reído. Sin embargo
mucho de sus consejos no pudieron proferirse sin una sonrisa. Y esto no hacía
falta de ser mencionado siquiera. Y menos en la sobriedad y en lo escueto de
los Evangelios. Está muy bien, por ejemplo, en esa obra de arte que es la
película de Mel Gibson, La Pasión de Cristo, cuando, en uno de sus
“flash back”, nos muestra a Nuestro Señor en su sermón de la Montaña diciendo:“Porque
si amáis solo a los que os aman ¿qué hacéis de más?” remarcando
este “¿qué hacéis de más?” con una sonrisa y un gesto amable.
“Amable” de, dado con caridad, con amor.
El
buen humor es signo de un buen espíritu. Y buen espíritu quiere decir tener en
cuenta al prójimo como a quién siempre que hay darle un bien. Sea éste material
o espiritual, o aún meramente psicológico, “hacerlo sentir bien”. Antes solía
decirse de una persona, a modo de elogio, que era alguien “muy atento”.
Significábase con ello que se trataba de alguien preocupado justamente de hacer
sentir bien a los demás atendiendo a sus necesidades del momento. Recuerdo a
san Pablo cuando decía “me hago todo con todos, para salvarlos a todos”,
significando el mayor bien que se le puede ofrecer a alguien: el conocimiento
de la Verdad y, con ello, la Salvación eterna. Y nuestro Señor nos enseñó
a ver en el prójimo, a Él mismo: “Cuando disteis un vaso de agua a
quien os lo pidió, conmigo lo hiciste”.Sería como carente de “algo” (algo
inasible tal vez, pero, sin embargo, sentido) si no se hiciera esta acción
de dar el vaso de agua, con un gesto buen humor, de buena voluntad,
con un gesto amable, con un gesto de caridad y nobleza de corazón.
Hay
la anécdota de un santo, Santo Tomás Moro, quien no quiso hacer sentir mal ni
siquiera al verdugo que, en instantes, le cortaría la cabeza. Le dijo,
entregándole una moneda, (creo que esto de la moneda era uso común en estos
casos, en aquellos tiempos) diciéndole: “No temas hacer tu trabajo que, de
un solo golpe, me mandas a Dios”. Sus envidiosos y malhumorados (el mal
humor suele engendrarse en un mal interior, como dijimos más arriba). Sus
malhumorados enemigos, al escucharle, le espetaron: “¿Cómo estáis
tan seguro de que Dios te recibirá?” Calificando así a Tomás de
presuntuoso. A lo cual Tomás respondió, seguramente inspirado por el Espíritu
Santo: “Dios no puede rechazar a quien con tanto amor va hacia Él.” Santo
Tomás Moro dijo esto seguramente con la sencillez de su buen humor. Pues éste
es, justamente, no solo el santo del buen humor sino quien compuso hasta una
oración pidiendo este don a Dios, el don del buen humor.
Cerraremos
estas pequeñas reflexiones con la oración de este gran Santo inglés:
Concédeme, Señor, una buena
digestión,
y también algo que digerir.
Concédeme la salud del cuerpo,
con el buen humor necesario para mantenerla.
Dame, Señor, un alma santa que sepa aprovechar
lo que es bueno y puro, para que no se asuste ante
el pecado, sino que encuentre el modo de poner
las cosas de nuevo en orden.
Concédeme un alma que no conozca el aburrimiento,
las murmuraciones, los suspiros y los lamentos y no
permitas que sufra excesivamente por ese ser tan
dominante que se llama: YO.
Dame, Señor, el sentido del humor.
Concédeme la gracia de comprender las bromas,
para que conozca en la vida un poco de alegría y
pueda comunicársela a los demás.
Así sea.
y también algo que digerir.
Concédeme la salud del cuerpo,
con el buen humor necesario para mantenerla.
Dame, Señor, un alma santa que sepa aprovechar
lo que es bueno y puro, para que no se asuste ante
el pecado, sino que encuentre el modo de poner
las cosas de nuevo en orden.
Concédeme un alma que no conozca el aburrimiento,
las murmuraciones, los suspiros y los lamentos y no
permitas que sufra excesivamente por ese ser tan
dominante que se llama: YO.
Dame, Señor, el sentido del humor.
Concédeme la gracia de comprender las bromas,
para que conozca en la vida un poco de alegría y
pueda comunicársela a los demás.
Así sea.
Carlos Pérez Agüero
Publicado por STAT
VERITAS
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