Juan Donoso Cortés |
Cuando oigo pronunciar una palabra divina, es
decir, católica, luego al punto vuelvo los ojos al derredor para ver lo que
sucede, cierto como estoy de que ha de suceder algo y de que eso que ha de
suceder ha de ser forzosamente un milagro de la divina justicia o un prodigio de
la divina misericordia.
Si es la Iglesia la que la pronuncia, aguardo la
salvación; si el que la pronuncia es otro, aguardo la muerte. Preguntad al
mundo por qué está lleno de terror y de espanto; por qué los aires están llenos
de lúgubres y siniestros rumores; por qué las sociedades están todas turbadas y
suspensas, como quien sueña que le va a faltar el pie y que allí donde le va a
faltar está un abismo. Preguntar al mundo ésto es lo mismo que preguntar por
qué tiembla el que ve entrar a un malvado o a un demente con una vela encendida
en un almacén de pólvora sin conocer el uno y conociendo el otro demasiado la
virtud de la pólvora y la virtud de la llama. Lo que ha salvado al mundo hasta
aquí es que la Iglesia fue en los tiempos antiguos bastante poderosa para
extirpar las herejías, las cuales, consistiendo principalmente en enseñar una
doctrina diferente de la Iglesia con las palabras de que la Iglesia se sirve,
hubieran llevado al mundo mucho tiempo ha a su última catástrofe si no hubieran
sido extirpadas.
Martín Lutero |
El verdadero peligro para las sociedades humanas comenzó en el
día en que la gran herejía del siglo XVI obtuvo el derecho de ciudadanía en
Europa. Desde entonces no hay revolución ninguna que no lleve consigo para la
sociedad un peligro de muerte. Consiste esto en que, fundadas todas ellas en la
herejía protestante, son fundamentalmente heréticas; véase, si no, cómo todas vienen
dando razón de sí y legitimándose a sí propias con palabras y máximas tomadas
del Evangelio: el sanculotismo
de la primera revolución de Francia buscaba en la desnudez humilde del manso
Cordero su antecedente histórico y sus títulos de nobleza; ni faltó quien
reconociese al Mesías en Marat, ni quien llamara a Robespierre su apóstol. De
la revolución de 1830 brotó la doctrina sansimoniana, cuyas extravagancias
místicas componía no sé qué evangelio corregido y depurado. De la revolución de
1848 brotaron con ímpetu en copioso raudal, expresadas en palabras evangélicas,
todas las doctrinas socialistas. Nada de ésto habían visto los hombres antes
del siglo XVI. No quiero decir con esto que el mundo católico no hubiera padecido ya grandes dolencias, ni que
las sociedades antiguas no hubieran padecido grandes vaivenes y mudanzas; lo
único que quiero decir es que ni estos vaivenes bastaban para derribar a la
sociedad por el suelo ni aquellas dolencias para quitarla la vida. Hoy todo
sucede al revés: una batalla perdida por la sociedad en las calles de París
basta por sí sola para derribar por el suelo a la sociedad europea como herida
súbitamente de un rayo: e calde come corpo morto calde.
"La libertad guiando al pueblo", 1830, Eugene Delacroix |
¿Quién no ve en las revoluciones modernas, comparadas con las antiguas,
una fuerza de destrucción invencible, que, no siendo divina, es forzosamente
satánica? Antes de dejar este asunto, me parece cosa oportuna hacer aquí una
observación importante, que abandonaré a la meditación de mis lectores. De dos
pláticas del ángel de las tinieblas tenemos noticia exacta: la primera la tuvo
con Eva en el paraíso; la segunda, con el Señor en el desierto. En la primera
habló palabras de Dios, desfiguradas a su modo; en la segunda citó la
Escritura, interpretada a su manera. ¿Sería temerario creer que así como la
palabra de Dios, tomada en su sentido verdadero, es la única que tiene el poder
de dar la vida, es la única también que, siendo desfigurada, tiene el poder de
dar la muerte? Si esto fuera así, quedaría suficientemente explicado por qué
las revoluciones modernas, en las que se desfigura más o menos la palabra de
Dios, tienen esa virtud destructora.
Juan Donoso Cortés,
"Ensayo sobre el Catolicismo, el Liberalismo y el Socialismo", pags. 206-207.
Clásicos del pensamiento, Biblioteca Nueva, 2007. España.
Francisco I Cómo tergiversar el Evangelio usando sus palabras. |