Publicamos aquí este comentario del filósofo español Rafael Gambra.
Es una nota publicada en la Revista ROMA nº 75, Buenos Aires, Septiembre de 1982.
Nos permite comprobar cómo toda esta destrucción de lo que queda aún del orden y la educación católicos, viene siendo destruido en todos los frentes y con todos los medios, contando con la colaboración de "hombres de la Iglesia" (o infiltrados en ella) especialmente en la educación y en la cultura, aunque muchos aún se resistan a aceptarlo.
Rafael Gambra |
Incidentalmente me enteré días atrás
de que mi auditorio escolar no sabía distinguir entre la presencia real de
Cristo en la Eucaristía y la omnipresencia divina, que no le sonaba a nada eso
de la gracia santificante ni conocía las cinco cosas necesarias para
confesarse bien. Se trataba de muchachos de dieciséis a dieciocho años, y pude comprobar que si no lo sabían era porque nunca se les había enseñado.
Intrigado, les pregunté qué aprendían
en la clase de Religión (se trataba de alumnos del último curso de
Bachillerato). Me respondieron que les estaban explicando “el humanismo
cristiano”. Ahora la cara de incomprensión fue la mía. (¿Perteneceremos a la
misma religión?). No pude por menos de declararles que no sabía de qué se
trataba, pero que, ateniéndome a su nombre, me sonaba a una contradictio in terminis, es decir, a algo así como un círculo
cuadrado.
Quise indagar algo más sobre este
extraño “humanismo” que sustituía al catecismo, por si no había entendido
bien. Averigüé que, por supuesto, no se trataba como en el humanismo del
Renacimiento de un mayor cultivo de las humanidades clásicas, ni de la
gramática ni de la retórica. Tampoco sonaba a sus jóvenes oídos el nombre de
Maritain, padre del “humanismo integral” y de la “nueva cristiandad laica”, aunque quizá su espíritu fuera ajeno a las enseñanzas que recibían.
Parece que éstas se reducían a una teoría de la convivencia y del diálogo que estableciera en ellos las bases
psicológicas de una democracia universal. Mezclada con un radical pacifismo
Igualitario, supuesto fruto de una “justicia social” de la que Jesús fue pionero,
predicador en su tiempo de liberación de los pobres y de los oprimidos.
Comprendí que tal enseñanza estaba
conforme con el tratamiento que a la Religión se otorga en los programas
oficiales de Filosofía en el bachillerato. En ellos se habla sólo del “problema
religioso”, junto al “problema de la realidad” y la “dimensión moral” y la
“dimensión social” del hombre. El hombre es el único verdadero objeto de
estudio, la sola realidad. Lo demás son sus dimensiones o los problemas que ha
de afrontar racionalmente. Dios y la realidad exterior entre ellos. Se trata de
un planteamiento antropológico y, en su vertiente religiosa, de una
divinización del hombre. (¿Quizá de la profetizada idolatría de los últimos
tiempos en la que el hombre se adorará a sí mismo?).
Los resultados de esa cosmovisión
antropocéntrica eran evidentes en mis jóvenes alumnos. Los conceptos
“religiosos” que afloraban a sus labios, eran: libertad, solidaridad, paz,
compromiso temporal, amor, desarrollo, promoción. Todos, rigurosamente temporales,
intramundanos.
Incluso
comprendí que las palabras Encarnación, Redención y Eucaristía habían
adquirido para ellos sentidos totalmente distintos a los que yo conocía.
Traté, sin
embargo, de hacerles ver que toda religión —y particularmente el cristianismo
por ser la verdadera— será siempre un divinismo, y que sólo accesoriamente
podrá tener derivaciones humanistas. De un humanismo antitético al relativismo
humano y al subjetivismo de hoy. Que el primer mandamiento de la Ley de Dios es
amar a Dios sobre todas las cosas (incluidos el hombre y el mundo), lo que
significa querer antes perderlas todas que ofenderle. Que la Cruz significa la
renuncia a sí mismo por amor a Cristo, y que el propio Cristo dijo: “no he venido al mundo a traer la paz sino la guerra”, y también: “quien quiera ganar su alma
la perderá”.
Quizá
despertara en alguno la resonancia vaga de una religión desmantelada, la de
sus padres o abuelos. Los más pensarían que se trata de versiones anticuadas de
quienes “no han podido asimilar el cambio”. Ellos —mis alumnos— nacieron ya en
la “apertura al mundo” y en la religión ecumenista, convivente, opcional. No
dirán ya “soy cristiano por la gracia de Dios”, como rezaba la primera respuesta
del catecismo clásico, sino que se definirán, a lo más, como “partidarios de un humanismo de inspiración cristiana”. Y no por lo que nosotros llamábamos
“respetos humanos”, que es un pecado, ni menos con ánimo de negar a Cristo. No
será a ellos sino a sus maestros de Religión a quienes cantará tres veces el
gallo. A quienes los han educado en el doble absurdo verbal del “humanismo
cristiano” y de la "democracia cristiana”.
Rafael Gambra