Monseñor Marcel Lefebvre |
CAPÍTULO
VI
¿DÓNDE
ESTÁ EL CISMA?
"¿Monseñor, no está usted al borde del cisma?" ¡Ésa es la pregunta que se hacen muchos católicos cuando leen las últimas sanciones tomadas por Roma contra nosotros! Los católicos, en su gran mayoría, definen o imaginan el cisma como la ruptura con el Papa. No llevan más lejos su investigación. Usted va a romper con el Papa o el Papa va a romper con usted, entonces usted va al cisma.
¿Por
qué romper con el Papa es hacer cisma? Porque ahí donde está el Papa está la
Iglesia católica. Es pues en realidad alejarse de la Iglesia católica. Ahora
bien, la Iglesia católica es una realidad mística que existe no solamente en el
espacio, en la superficie de la tierra, sino también en el tiempo y en la
eternidad. Para que el Papa represente a la Iglesia y sea su imagen, no
solamente debe estar unido a ella en el espacio sino también en el tiempo, por
ser la Iglesia esencialmente una tradición viviente.
En la medida en que el Papa
se alejara de esta tradición, se volvería cismático, rompería con la Iglesia.
Los teólogos como San Belarmino, Cayetano, el cardenal Journet y muchos otros,
han estudiado esta eventualidad. No es pues una cosa
inconcebible.
Pero en lo que nos
concierne, el Concilio Vaticano II y sus reformas, sus
orientaciones oficiales, nos preocupan más que la actitud personal del Papá,
más difícil de descubrir.
Este concilio representa,
tanto a los ojos de las autoridades romanas como a los nuestros, una nueva
Iglesia a la que por otra parte llaman "la Iglesia conciliar".
Creemos poder afirmar,
ateniéndonos a la crítica interna y externa del Vaticano II, es decir, analizando los textos y estudiando los
pormenores de este Concilio, que éste, al dar la espalda a la tradición y al
romper con la Iglesia del pasado, es un Concilio cismático. Se juzga el árbol
por sus frutos. En adelante, toda la gran prensa mundial, americana y europea,
reconoce que este Concilio está arruinando a la Iglesia católica a tal punto
que hasta los incrédulos y los gobiernos laicos se inquietan.
Un pacto de no agresión ha
sido concertado entre la Iglesia y la masonería. A esto se lo ha cubierto con
el nombre de "aggiornamento", de "apertura al mundo", de
"ecumenismo".
En adelante, la Iglesia
acepta no ser ya la única religión verdadera, único camino de salvación eterna.
Reconoce a las demás religiones como a religiones hermanas. Reconoce como un
derecho acordado por la naturaleza de la persona humana, que ésta sea libre de
elegir su religión y que en consecuencia un Estado católico ya no es admisible.
Admitido este nuevo
principio, es toda la doctrina de la Iglesia la que debe cambiar, su culto, su
sacerdocio, sus instituciones. Porque hasta ahora todo en la Iglesia manifestaba
que ella era la única en poseer la Verdad, el Camino y la Vida en Nuestro Señor
Jesucristo, al que tenía en persona en la santa Eucaristía, presente gracias a
la continuación de su sacrificio. Es pues un trastrocamiento total de la
tradición y de la enseñanza de la Iglesia el que se ha operado desde el Concilio
y por el Concilio.
Todos los que cooperan en la
aplicación de este trastrocamiento, aceptan y adhieren a esta nueva
"Iglesia conciliar" — como la designa Su Excelencia monseñor Benelli
en la carta que me dirige en nombre del Santo Padre, el 25 de junio último —,
entran en el cisma.
La adopción de las tesis
liberales por un concilio no puede haber tenido lugar sino en un concilio
pastoral no infalible, y no puedo explicarse sin una secreta y minuciosa preparación,
que los historiadores acabarán por descubrir ante la gran estupefacción de los
católicos que confunden la Iglesia católica y romana eterna con la Roma humana
y susceptible de ser invadida por enemigos cubiertos de púrpura.
¿Cómo podríamos nosotros,
por una obediencia servil y ciega, hacerle el juego a esos cismáticos que nos
piden que colaboremos en su empresa de destrucción de la Iglesia?
La autoridad delegada por
Nuestro Señor al Papa, a los obispos y al sacerdocio en general está al
servicio de la fe en su divinidad y de la trasmisión de su propia vida divina.
Todas las instituciones divinas o eclesiásticas están destinadas a este fin.
Todo el derecho, todas las leyes, no tienen otro objetivo. Servirse del
derecho, de las instituciones, de la autoridad para aniquilar la fe católica
y no comunicar más la vida es practicar el aborto o la contracepción
espiritual. ¿Quién se atreverá a decir que un católico digno de ese nombre
puede cooperar en ese crimen peor que el aborto corporal?
Es por ello que estamos
sumisos y prontos a aceptar todo lo que es conforme con nuestra fe católica,
tal como fue enseñada durante dos mil años, pero rechazamos todo lo que le es
opuesto.
Se nos objeta: es usted
quien juzga sobre la fe católica. ¿Pero acaso no es el deber más grave de todo
católico juzgar la fe que le es enseñada hoy por la que fue enseñada y creída
durante veinte siglos y que está inscrita en catecismos oficiales como el de
Trento, de san Pío X y en todos los catecismos de
antes del Vaticano II. ¿Cómo han actuado todos los
verdaderos fieles frente a las herejías? Prefirieron derramar su sangre antes
que traicionar su fe.
Que la herejía nos venga de
cualquier portavoz que sea, tan elevado en dignidad como pueda serlo, el
problema es el mismo para la salvación de nuestras almas. A propósito de esto
existe en muchos fieles católicos una grave ignorancia sobre la naturaleza y la
extensión de la infalibilidad del Papa. Muchos piensan que toda palabra salida
de la boca del Papa es infalible.
Por otra parte, que la fe
enseñada por la Iglesia durante veinte siglos no puede contener errores, nos
parece mucho más cierto que el hecho de que haya una absoluta certeza de que
el Papa sea verdaderamente Papa. La herejía, el cisma, la excomunión ipso
facto, la invalidez de la elección, son otras tantas causas que,
eventualmente, pueden hacer que un papa no lo haya sido nunca o ya no lo sea.
En este caso, evidentemente muy excepcional, la Iglesia se encontraría en una
situación semejante a la que conoce después del deceso de un Soberano
Pontífice.
Porque, en fin, un grave
problema se plantea a la conciencia de todos los católicos desde el comienzo
del pontificado de Paulo VI. ¿Cómo un Papa verdadero
sucesor de Pedro, asegurado con la asistencia del Espíritu Santo, puede
presidir la destrucción de la Iglesia, la más profunda y la más extensa de su
historia en tan poco espacio de tiempo, cosa que ningún heresiarca logró nunca
hacer?
Un día habrá que responder a
esta pregunta. Pero dejando este problema a los teólogos y a los
historiadores, la realidad nos obliga a responder prácticamente según el
consejo de san Vicente de Lérins: "¿Qué hará entonces el
cristiano católico si alguna parcela de la Iglesia llegase a desprenderse de la
comunión de la fe universal? ¿Qué otro partido tomar sino preferir al miembro
gangrenado y corrupto el cuerpo en su conjunto que está sano? Y si un nuevo
contagio se esfuerza por envenenar no ya una pequeña parte de la Iglesia sino
la Iglesia toda entera a la vez, entonces también su gran preocupación será la
de apegarse a la antigüedad que evidentemente ya no puede ser seducida por
ninguna novedad mentirosa".
Estamos pues bien decididos
a continuar nuestra obra de restauración del sacerdocio católico, pase lo que
pase, persuadidos de que no podemos prestar un servicio mejor a la Iglesia, al
Papa, a los obispos y a los fieles. ¡Que se nos deje hacer la experiencia
de la tradición!
Ecône, 2 de agosto de 1976.