San Pedro Julián Eymard |
Hablemos del infierno, de
cuya consideración se han valido los mismos santos, encontrando en ella
motivos de amar más a nuestro Señor. El amor forma la santidad, pero veces le
hace falta la ayuda del temor y momentos hay en que resulta necesario.
I
Confieso que este tema me asusta y que la verdad más
difícil de creer es esta del infierno. Pero todos creen en él, así los
infieles, paganos, turcos y herejes, como los católicos. Mas a los incrédulos
o a los cristianos cuya fe duerme, los espanta esta verdad, y cuando uno se la
prueba, blasfeman contra Dios. Hay regiones en que no se puede hablar del
infierno sin escandalizar y sin que las gentes se escapen.
El infierno ejerce saludable influencia únicamente sobre los que aman a Dios; los demás sólo
se sirven de él para insultar más y blasfemar contra la Justicia divina.
¿Cómo se explica que siendo tan bueno Dios condene a
criaturas suyas creadas por amor, a hijos tan queridos, a un infierno eterno?
Por bueno que sea en vida, después de la muerte ya no hay lugar para la
misericordia. Hay pocos escogidos, dijo Jesús. De dos caminos que conducen el
uno a la vida y el otro a la muerte, el primero es poco seguido, en tanto que
el segundo se ve cubierto de gente. Según las palabras de Jesús, la mayor
parte de los hombres se condenaría. Y aun cuando el Evangelio no nos lo diera
a entender, lo que nosotros mismos vemos nos lo haría temer no poco.
Pero estas explicaciones no logran sino obscurecer el
misterio. ¿Cómo siendo tan
bueno Dios, puede condenar a tantas almas para siempre al infierno? Hay
hombres que no quisieran condenar a muerte al mayor de los facinerosos ¡y Dios
condenaría sin piedad!, ¡y a qué muerte y a qué tormentos! Tanto más cuanto
que la misericordia parece perseverar en la otra vida, ya que perdona a las
almas del purgatorio. Si perdona a las almas del purgatorio, pero no así a los condenados. Para ellos ya no tiene
compasión; condénalos y se
burla de ellos: Subsanabo eos (1).
Y eso que entre
los condenados hay quienes le han servido por mucho tiempo y eran considerados
como santos: ¡Subsanabo! En encontrando en ellos una
falta mortal, Dios no cuenta todos sus servicios y precipítalos al abismo del
fuego.
¡Eternidad, eternidad del castigo, eternidad de la
privación de Dios! ¡Sólo pensarlo
horroriza! Eternidad de la desesperación, de la vergüenza, de los suplicios...
¡nada más que decirlo hace temblar a todos los miembros! Se comprende que haya habido doctores para quienes el
infierno no fuera eterno, por repugnar demasiado a la divina bondad, cerrándose
después de pasados mil años. Es un
error condenado por la Iglesia, pero nada de extraño que haya contado con
tantos partidarios, pues responde al temor de la eternidad del infierno con sus
sufrimientos eternos, y alivia el espíritu espantado. Con todo, no habrá nada
de eso, sino que la ley del infierno es un continuo desesperar, arrancarse los
cabellos, rechinar de dientes y roerse de desesperación.
El Infierno. Jerónimo Bosco, (fragmento). |
La desesperación es aún aquí la pena más cruel, a la
que no se resiste sin especial auxilio de la gracia. Los que no tienen fe
prefieren morir y se libran suicidándose; mas en el infierno no se puede uno
quitar la vida, sino que es preciso vivir en agonía, en las angustias de una
desesperación que no ha de tener término, sin jamás recibir la menor gota de
consuelo o de refrigerio.
He aquí una
escena que quedó profundamente grabada en mi memoria y que os dará alguna idea
de lo que se sufre con la desesperación. Trájoseme en 1852 un poseso, muy buen hombre, y en los momentos de
libertad, excelente cristiano. El demonio hablaba por su boca blasfemando
contra la eterna duración del infierno. Un sacerdote presente le preguntó:
¿Qué condiciones aceptarías para obtener al cabo de un millón de años un rayo de esperanza?
Entonces el demonio, que decía haber sido en el cielo un serafín, llamado
Astarot, iluminó la cara del poseso con siniestro resplandor, y nos dijo con
voz que silbaba de rabia: “Si del infierno al cielo hubiera una columna
guarnecida de hoces, puñales y. otros instrumentos cortantes, y todos los días
hubiera que subirla por espacio de un millón de años, lo haríamos, nada más
que por tener un minuto de esperanza; pero es en vano."
Y blasfemando de
pura rabia y de cólera, lanzó imprecaciones contra Dios: " ¡Oh qué
injusto es Dios!" ¡Vosotros, hombres, habéis pecado mil veces más, pues
nosotros no hemos pecado más que una vez, mientras que vosotros renováis
vuestros crímenes todos los días! ¡Y con ser esto así, a vosotros os perdona!
¡Todo el amor es para vosotros y para nosotros sólo la venganza de la
justicia!" Y desesperado, se arrancaba los cabellos, y se habría matado,
si no se le hubiera impedido.
Mirad, por lo demás, lo que cuenta el evangelio del
desdichado rico que se encontraba en el Infierno. Pide, suplica al padre
Abrahán que le dé una gota, siquiera una gota de agua para humedecer sus
abrasados labios. — "Es imposible, contesta el Señor, porque el abismo es
infranqueable entre nosotros y vosotros. Pues has gozado en la tierra, justo es
que sufras ahora." ¿Oís esto? Y, sin embargo, ese rico no cometió ninguno
de los crímenes que la justicia humana castiga. Lo malo que hizo consistió
únicamente en servirse in-moderadamente de los bienes de la tierra. Por sólo
eso se ve condenado sin esperanza alguna ni consuelo y para siempre, siempre,
siempre.
El mayor tormento de los condenados no es el
sufrimiento físico, sino el moral. Su mayor suplicio procede de su imaginación,
memoria y entendimiento.
¡Qué tormento no sufrirán sobre todo los que han
obra-do bien durante la mayor parte de su vida, o los que, como el sacerdote
llamado Sapricio, de que habla la historia eclesiástica, llegaron a sufrir los
primeros tormentos del martirio y no perseveraron hasta el fin! Estos son los
verdaderos desesperados, los que más sufren. Amaron a Dios y pudieron seguir
amándole: bien lo echan de ver ahora. Hasta tuvieron un gusto anticipado de la
eterna felicidad cuando le servían, ¡y ahora tienen que verse por siempre
alejados de El! Por siempre, porque, dice el Sabio, hay tres abismos que nunca
dicen basta: el avaro, la muerte y el infierno.
La conclusión que de ello se desprende para nosotros
es la necesidad de labrar la propia salvación con temor y temblor. Habrá en el
Infierno quienes ciertamente no pecaron tanto como yo. ¡Qué bueno ha sido,
pues, Dios no condenándome al punto después de cometida la falta; porque, a la
verdad, lo tenía bien merecido y, si lo hubiera hecho, nada tendría que
replicar. El asesino no puede contestar nada cuan-do se le condena a muerte; no
se hace sino aplicarle la pena del talión. Con
sólo un pecado mortal que haya cometido he matado a Jesucristo, soy verdugo y
asesino suyo.
Otra imagen infernal de El Bosco. La angustia eterna, el sinsentido, la ausencia absoluta de Dios, la desesperación, (fragmento) |
No faltan en el infierno personas que por santas
fueron tenidas durante su vida; hay ciertamente sacerdotes y religiosos; lo
cual podría ocurrirme también a mí, pues a lo mejor ellos eran más santos que yo.
¡Qué bueno es, pues, Dios, no desamparándome! ¿Y quién sabe si
perseveraré hasta el fin! Aquí está lo grave. Ahora ya lo quiero, ¿pero diré
esto siempre?
No se causa bastante horror el pecado, y una vez cometido, no se
tiene bastante valor para expiarlo como se debe. Prefiérese esperar, diciendo:
Ya me confesaré cuando caiga enfermo, haciendo un buen acto de contrición, y
así aseguraré mi salvación. — ¡Estáis equivocados! ¡Si nuestro Señor dijo que
vendrá como ladrón! ¡Reiráse de vosotros y deshará todos vuestros cálculos.
Y además, ¿quién
sabe si no cometeré todavía algún pecado mortal? ¿Quién sabe si no apostataré
al ser llevado ante un tribunal por la fe? Porque tal acontece a quien va
descuidándose.
Y aun cuando no hubiera nada de eso, sólo la duda es
aterradora. Estas palabras: "El hombre
no sabe si es digno de odio y de amor" (2) causaban espanto a san Bernardo.
Tomemos medios enérgicos y no nos fiemos de deseos ni
meras resoluciones, que tratándose de la eternidad toda seguridad es poca.
¡Quién sabe si no estoy en camino de descenso y voy
deslizándome por la pendiente del pecado mortal!
Examinad, para saberlo, vuestras ordinarias
tentaciones y pecados veniales, que son las pequeñas cuerdas con que Dalila
ataba a Sansón antes que tuviese conocido el secreto de su fuerza. Al
levantarse fácilmente las deshacía el forzudo ; pero día llegó en que quedó
perdido: ya sabéis cuál fue su desgraciado fin.
Hay pecados veniales y tentaciones que acaban casi
siempre en pecado mortal. Tales son en primer lugar las tentaciones de
impureza. San Alfonso de Ligorio dice que acaso no haya un solo condenado que
no esté en el Infierno o por pecados de impureza o con pecados de impureza.
Vienen luego las tentaciones de orgullo, mayormente de
orgullo espiritual y satánico, que lleva a la apostasía.
Vigilad; ved el Infierno en el término, que esto hace
a o volver en sí y convertirse.
Si de un lado la vista del Infierno y por otro el amor
infinito de Dios no nos impresionan, corremos a eterna perdición. ¡Acabóse en cuanto se presentó una ocasión!
Ya sé que hay quienes dicen para excusarse a los
propios ojos: Soy religioso del santísimo Sacramento, vivo con Jesús mi Salvador: ¿qué tengo de
temer?—También Judas vivió con Jesús.
Pero es que yo amo a Dios. —También él le amó en un principio, pero la tibieza
acabó extinguiendo este amor, volviéndose entonces él sacrílego y verdugo de su
amo.
Dos ladrones había en el calvario: el uno fue santo, según declaración de nuestro Señor, y réprobo el otro.
Vivir con Jesucristo, en presencia de su gran
Sacramento de amor, lo es todo para quien quiere salvarse cueste lo que
costare. Pero esto sólo sirve para agravar la pena cuando uno se condena, pues
cae del cielo como los ángeles. Con ellos rueda hasta el fondo del abismo y para
él hay suplicios más crueles, torturas escogidas: Potentes, potenter tormenta patientur (3).
Notas:
(1) Prov., I, 26.
(2) Eccl, IX,
(3) Sap., VI, 7.