lunes, 17 de marzo de 2014

LA IGLESIA NUEVA (12)

Publicamos ahora el IV capítulo, de la segunda parte - 
que comprende sermones charlas y cartas durante el año 1976 - 
del libro de Monseñor Lefebvre mencionado en el título

Monseñor Marcel Lefebvre


CAPÍTULO IV


SERMÓN EN GINEBRA EL 4 DE JULIO DE 1976



Queridísimo Padre, Queridísimos amigos, Queridísimos hermanos:

No es en esta sala de exposiciones donde debía haber tenido lugar su primera misa, para usted, hijo de esta ciudad, es en una iglesia hermosa y grande de la hermosa ciudad de Ginebra donde deberían haber celebrado esta ceremonia tan cara al corazón de todos los católicos de Ginebra. Pero puesto que la Providencia lo decidió de otra manera, he aquí que ustedes se encuentran hoy ante la multitud de sus amigos, de sus parientes, de los que quieren participar en su alegría, en el honor que Dios le ha hecho de ser su sacerdote, sacerdote para la eternidad.

La historia de la vocación de usted es todo un programa.
Y yo diré que es nuestro programa.

En efecto, nacido de padres protestantes de esta ciudad de Ginebra, usted siguió las enseñanzas de la religión protestante durante su infancia, durante su juventud; hizo exce­lentes estudios; tenía una profesión que le permitía tener todo lo que el mundo puede es­perar aquí abajo; y he aquí que de golpe, to­cado por la gracia de Dios por intermedio de la Santísima Virgen María, usted decide bruscamente, bajo la influencia de esta gra­cia, dirigirse hacia la verdadera Iglesia, hacia la Iglesia católica, y no sólo desea hacerse católico, sino quiere hacerse sacerdote, y to­davía lo estoy viendo cuando llegó por pri­mera vez a Ecône, y confieso que no fue sin una cierta aprensión que lo recibí, pregun­tándome si ese paso tan rápido de la religión protestante a ese deseo de hacerse sacerdote católico, no nacería de una inspiración que no tendría futuro. Y es por ello, por otra par­te, que se quedó algún tiempo en Ecône, a fin de reflexionar más profundamente en ese deseo que estaba en usted, y en esa aspiración que tema por el sacerdocio. Y todos hemos admirado su perseverancia, su voluntad de llegar a esa meta, a pesar de su edad —a pe­sar de un cierto cansancio ante los estudios eclesiásticos, los estudios de filosofía, de teo­logía, de la Sagrada Escritura, del derecho canónico: usted era más bien un científico—, y he aquí que por la gracia de Dios, después de esos años de estudio en Ecône, ha reci­bido la gracia de la ordenación sacerdotal. Me parece que es difícil para alguien que no ha recibido esta gracia, el darse cuenta de lo que es la gracia sacerdotal. Como se lo de­cía hace unos pocos días en el momento de la ordenación: "ya nunca podrá decir que es un hombre como los demás; eso ya no es ver­dad, ya no es un hombre como los demás, en lo sucesivo está marcado por el carácter sa­cerdotal que es algo ontológico, algo que mar­ca su alma y que la pone por encima de los fieles; ¡ah, sí!, que usted sea un santo o que, Dios no lo quiera, sea como tal vez, ¡ay!, sa­cerdotes que están en el infierno; ellos siguen teniendo el carácter sacerdotal. Este carácter sacerdotal lo une a Nuestro Señor Jesucristo, al sacerdocio de Nuestro Señor Jesucristo de una manera muy particular, una participación que los fieles no pueden tener, y eso es lo que le permite, que le permitirá dentro de unos instantes, pronunciar las palabras de la consa­gración de la santa misa, y en cierta manera hacer que Dios obedezca a su orden, a sus palabras. Por sus palabras, Jesucristo ven­drá personal, física y sustancialmente bajo las especies del pan y del vino, y estará presen­te en el altar, y usted lo adorará, se arrodi­llará para adorarlo, adorar la presencia de Nuestro Señor Jesucristo: esto es el sacer­dote. ¡Qué realidad extraordinaria! Tendre­mos que estar en el cielo, y hasta en el cielo ¿comprenderemos lo que es el sacerdote? ¿No era San Agustín quien decía: "Si me encon­trara ante un sacerdote y un ángel, saludaría primero al sacerdote, antes que al ángel"?

Así pues, aquí está usted convertido en ese sacerdote. Y decía que la historia de su vocación es todo un programa, es nuestro programa: y esto es profundamente cierto, porque tenemos la fe católica, no tenemos miedo de afirmar nuestra fe y sé que nues­tros amigos protestantes, que quizás están aquí en esta asamblea, nos aprueban. Nos aprueban: necesitan sentir junto a ellos a ca­tólicos que son católicos, y no a católicos que aparentan estar plenamente de acuerdo con ellos sobre todos los puntos de la fe. Uno no engaña a sus amigos, no podemos enga­ñar a nuestros amigos protestantes; nosotros somos católicos, afirmamos nuestra fe en la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, afir­mamos nuestra fe en la divinidad de la santa Iglesia católica, pensamos que Jesucristo es la única vía, la única verdad, la única vida, y que no es posible salvarse fuera de Nuestro Señor Jesucristo y por consiguiente fuera de su esposa mística, la santa Iglesia católica. Sin duda, algunas gracias de Dios son dis­tribuidas fuera de la Iglesia católica, pero los que se salvan, incluso fuera de la Iglesia católica, se salvan por la Iglesia católica, por Nuestro Señor Jesucristo, aun si no lo saben, aun si no tienen conciencia de ello, porque es Nuestro Señor Jesucristo mismo quien lo dijo: "Nada podéis hacer sin mí —nihil potestis facere sine me". No podéis llegar al Padre sin pasar por mí, no podéis pues lle­gar a Dios sin pasar por mí. "Cuando esté elevado sobre la tierra", dice Nuestro Señor Jesucristo, es decir cuándo estará en su cruz, "atraeré a todas las almas a mí". Nuestro Señor Jesucristo, siendo Dios, era el único que podía decir cosas semejantes, ningún hombre de aquí abajo puede hablar como Nuestro Señor Jesucristo ha hablado, por­que sólo Él es el Hijo de Dios, es nuestro Dios: "Tu solus altissimus; tu solus Dominus". Él es Nuestro Señor, es el Altísimo, Nuestro Señor Jesucristo.

Y es por esto que Ecône subsiste, es por esto que Ecône existe, porque creemos que lo que los católicos han enseñado, lo que los papas han enseñado, lo que los concilios han enseñado durante veinte siglos, no nos es po­sible abandonarlo, no nos es posible cambiar de fe, tenemos nuestro Credo y lo guardare­mos hasta nuestra muerte; no es posible que cambiemos de Credo, no es posible que cam­biemos el santo sacrificio de la misa, no es posible que cambiemos nuestros sacramentos haciendo de ellos obras humanas, puramente humanas, que ya no llevan la gracia de Nues­tro Señor Jesucristo, y es por eso que, justa­mente, sentimos y' tenemos la convicción de que algo ha pasado dentro de la Iglesia desde hace quince años, algo ha pasado dentro de la Iglesia que ha hecho llegar hasta en las más altas cimas de la Iglesia, y en aquéllos que de­bían defender nuestra fe, un virus, un veneno, que hace que adoren el vellocino de oro de este siglo, que adoren, en cierta forma, los erro­res de este siglo; para adoptar al mundo, se quisieran adoptar también los errores del mundo, por la apertura al mundo, quisie­ran también abrirse a los errores del mun­do, a esos errores que dicen, por ejemplo, que todas las religiones son iguales. No podemos aceptar eso, esos errores que dicen que el reinado social de Nuestro Señor Jesucristo es una cosa imposible ahora y que ya no hay que buscarlo, no aceptamos esto, incluso si el reinado de Nuestro Señor Jesucristo es difí­cil, lo queremos, lo buscamos, lo decimos to­dos los días en el Padrenuestro: "Venga a nos el Tu Reino, que se haga tu voluntad así en la tierra como en el cielo". Que su voluntad se haga aquí abajo como se hace en el cielo. Imaginen lo que sería si verdade­ramente la voluntad de Dios se hiciera aquí abajo como se hace en el cielo, ¡pero si la tierra sería un paraíso! Ése es el reinado de Nuestro Señor que nosotros buscamos, que queremos con todas nuestras fuerzas, aun cuando a él no lleguemos nunca, y porque Dios nos lo ha pedido, incluso si debemos derramar nuestra sangre por ese reinado, es­tamos listos. Y son esos sacerdotes los que formamos en Ecône, sacerdotes que tienen la fe católica, sacerdotes como se los formó siempre.

Ustedes no piensan que es algo inconce­bible, increíble, que, para tomar mi ejemplo, como el de usted: muy pronto voy a cumplir cincuenta años de sacerdocio y treinta años de episcopado, por consiguiente, yo era ya obispo mucho antes del concilio, ya era sa­cerdote antes del concilio, en mi carrera sa­cerdotal y episcopal se me encargó la tarea de formar sacerdotes, al principio, cuando partí en misión al Gabón, fui nombrado en el seminario de Gabón, en el África ecuatorial, y formé sacerdotes, y de esos sacerdotes, incluso, salió un obispo, y después me hicieron volver a Francia, una vez más me encargaron formar seminaristas en el seminario de Mortain de los padres del Espíritu Santo, luego volví como obispo a Dakar, en el Senegal, otra vez me dediqué a formar buenos sacerdotes de los cuales dos son obispos, y uno acaba de ser nombrado cardenal; y cuando estaba en Mortain, en Francia, formé a seminaristas de los que uno es ahora obispo de Cayena, tengo pues entre mis discípulos a cuatro obispos de los que uno es car­denal. Formo a mis seminaristas de Ecône exactamente como siempre he formado a mis seminaristas durante treinta años, y ahora de golpe somos condenados, casi excomulgados, echados de la Iglesia católica.  Declarados en desobediencia con la Iglesia católica, porque he hecho lo mismo que lo que hice durante treinta años. Algo ha pasado dentro de la Santa Iglesia, no es posible, yo no he cambiado ni una pizca en la formación de mis seminaristas; al contrario, más bien le he agregado una espiritualidad más profunda, más fuerte, porque me parecía que les faltaba una cierta formación espiritual a los sacer­dotes jóvenes, precisamente porque muchos abandonaron el sacerdocio, muchos ¡ay! han dado un escándalo inverosímil ante el mundo abandonando el sacerdocio, entonces me pareció que había que dar a esos sacerdotes una formación espiritual más profunda, más fuerte, valiente, para permitirles afrontar las dificultades.  Por consiguiente, algo ha pasado dentro de la Iglesia:  la Iglesia desde el concilio, y ya un poco antes del concilio, a través del concilio, a través de las reformas, quiso tomar una nueva orientación, quiso tener sus nuevos sacerdotes,  quiso  tener  su nuevo sacerdocio, un nuevo tipo de sacerdotes, como se ha dicho, quiso tener un nuevo sacrificio de la misa, o digamos más bien una nueva eucaristía, quiso tener un nuevo catecismo,   quiso   tener  nuevos   seminarios, quiso reformar sus congregaciones religiosas. ¿Y en qué estamos ahora?   Hace unos días, leía en un diario alemán que había, desde hace algunos años, tres millones menos de católicos practicantes en Alemania. El propio car­denal Marty, él que también nos condena, el cardenal Marty, arzobispo de París, ha dicho él mismo que había un cincuenta por ciento menos de practicantes en su diócesis desde el concilio.
¿Quién dirá que los frutos de ese concilio son frutos maravillosos de santidad, de fervor, de crecimiento de la Iglesia católica?

Se quiso abrazar los errores del mundo, se quiso abrazar los errores que nos vienen del liberalismo, y que nos vienen, ¡ay!, hay que decirlo, de aquéllos» que vivieron aquí hace cuatro siglos, de esos reformadores que di­fundieron las ideas liberales por el mundo, y esas ideas penetraron por fin en el interior de la Iglesia.  Ese monstruo que está en el interior de la Iglesia, será preciso que desa­parezca para que la Iglesia recobre su propia naturaleza, su propia autenticidad, su propia identidad, y es lo que tratamos de hacer, y es por esto que continuamos, y no queremos ser demoledores de la Iglesia. Si nos detenemos tendremos la certidumbre, la convicción de que destruimos a la Iglesia, como están en tren de destruirla aquéllos que están imbuidos de esa idea falsa, por ello queremos continuar la construcción de la Iglesia, y no podemos hacer nada mejor para construir la Iglesia que hacer estos sacerdotes, estos jóvenes sacerdotes,  ¡y que la gracia de Dios haga que sean santos sacerdotes! ¡Que muestren siempre el ejemplo de una fe católica profunda, de una caridad inmensa!  Creo poder decir que somos nosotros los que tenemos la verdadera caridad hacia los protestantes, hacia todos aquéllos que no tienen nuestra fe.  Si creemos en nuestra fe católica, si estamos persuadidos de que Dios verdaderamente ha dado sus gracias a la Iglesia católica, tenemos el deseo de compartir nuestras riquezas con nuestros amigos, dárselas; si estamos persuadidos de que tenemos la verdad, debemos esforzarnos por hacer comprender que esta verdad puede hacer bien a nuestros amigos también. Es una falta de caridad velar su verdad, velar las riquezas que se tienen y no hacerlas aprovechar por los que no las tienen. Para qué las misiones, para qué partir a esos países lejanos para ir a convertir a las almas, si no es porque se tiene la convicción de que se tiene la verdad, por­que se quiere hacer compartir las gracias que nosotros hemos recibido con los que todavía no las han recibido. Nuestro Señor es quien lo dijo: "Id y enseñad a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Aquél que crea se salvará, aquél que no crea será condenado". Eso es lo que dijo Nuestro Señor. Fortalecidos con estas palabras, continuamos nuestro apostolado, no queremos detener nuestro apostolado, y nos entregamos a la Providencia: no es posible que esta situación de la Iglesia siga indefinidamente.

Esta mañana, en las lecturas que nos hace leer la santa Iglesia, leíamos la historia de Goliat y de David, y yo pensaba en mí mismo: ¿no seríamos acaso el pequeño David con su honda y unas pocas piedras que fue a buscar al torrente para abatir a ese Goliat revestido de una armadura extraordinaria, con una espada capaz de partir en dos a su enemigo? Bueno, quién sabe si Ecône no es una piedrita que acabará por destruir a ese Goliat que cree en sí mismo, mientras que David creyó en Dios, invocó a su Dios antes de atacar a Goliat, y es eso lo que nosotros hace­mos, estamos llenos de confianza en Dios, rogamos a Dios para que nos ayude a abatir a ese gigante que cree en sí mismo, que cree en su armadura, que cree en su musculatura, que cree en sus armas, es decir a esos hombres que creen en sí mismos, que creen en su ciencia, que creen que por medios humanos llegaremos a convertir el mundo... Pero nosotros ponemos  nuestra confianza en Dios, y esperamos que ese Goliat que ha penetrado en el interior de la Iglesia, un día será abatido, y que la Iglesia recuperará verdaderamente su autenticidad, su verdad tal como siempre la ha tenido, ¡ah! la tiene siempre, la Iglesia no puede perecer, y esperamos, justamente, contribuir a esta vitalidad de la Iglesia y a esta continuidad de la Iglesia. Estoy realmente persuadido de que estos jóvenes sacerdotes continuarán la Iglesia. Es lo que les pedimos que hagan y estamos persua­didos de que con la gracia de Dios, y con el auxilio de la Santísima Virgen María, la madre del sacerdocio, lo conseguirán.

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.